11 de julio de 2015

Lago Victoria, alma de ébano

Esa noche acampamos en un terreno autorizado de la reserva Masai Mara acondicionado con unos mugrientos aseos, iluminados por la luz melancólica de la bombilla producida por un generador. Mientras cenábamos, Carmen nos explicaba cómo proceder en caso de que, al salir de la tienda de campaña para hacer pis durante la noche, nos topáramos con un león o algún otro depredador. Y precísamente en ese momento oímos el rotundo y sonoro rugido de un león en la lejanía. Al cabo de unos segundos, otro rugido respondió al primero a nuestras espaldas, probablemente a un par de kilómetros de distancia, aunque dio tal sensación de cercanía que creo que nadie pudo dormir bien esa noche. Apenas amaneció, recogimos las tiendas y salimos de nuevo a la torturadora y polvorienta carretera. Manadas de cebras y jirafas se cruzaban en nuestro camino, pero después de lo vivido la jornada anterior apenas les prestábamos atención.


A media mañana paramos a estirar las piernas en el bullicioso mercado de un pueblo llamado Kisii. Los comercios lucían anuncios despintados y muchos vendedores instalaban sus mercancías en las aceras. Un par de limpiabotas montaban su tenderete bajo los soportales de un viejo y desconchado edificio de aire colonial. Unos sastres, a la sombra de un pórtico destartalado, confeccionaban trajes o cosían remiendos. La música atronaba desde los puestos de venta de cedés. En un ir y venir incesante, cruzaban la calle coches renqueantes y atestados matatus (minibus) pintados de vivos colores. Un peluquero afeitaba en plena calle, con sólo una silla y un cartel pintado a mano colgado de un árbol donde mostraba los distintos cortes de pelo. A medida que avanzábamos el mercado se iba extendiendo de cada vez más. Los pequeños tenderetes repletos de mercancías, desde herramientas de bricolaje oxidadas a televisores de cuando Massiel ganó Eurovisión, se protegían de la ferocidad del sol bajo lonas de plástico.


Seguimos caminando. Unas muchachas que se arreglaban el peinado unas a otras me sonrieron con coquetería. Alrededor de la plaza que se abría ante los puestos de fruta y verdura, se agolpaban una media docena de abarrotados matatus en los que el gentío pugnaba a empellones por entrar. La gente nos observaba con frecuencia, pero no notábamos rechazo sino tan sólo miradas curiosas. —¿Qué haces aquí, mzungu (blanco)? —me espetó un vendedor de zapatos viejos con una sonrisa burlona. En los puestos de aves y huevos, un tendero nos saludó un tanto socarrón y acto seguido me colocó una gallina vieja en el regazo ante las risotadas alegres de los vendedores de los puestos vecinos. Seguía hundiéndome en el alma negra africana y me sentía feliz. Un montón de niños caminaban a mi lado. Uno de ellos me cogió la mano y me sonrió —Hello mzungu! Allí estaba el África miserable y viva, bullanguera y pobre, risueña y enferma de malaria, que fluía a mi alrededor como una marea incontenible.


En marcha otra vez hacia el lago Victoria. Un par de horas después llegamos a un pequeño muelle a orillas del lago para embarcarnos hacia la isla Takawiri. El lago Victoria centelleaba bajo la luz de una luminosa tarde y el calor del trópico se derramaba sobre los pasajeros de la atestada barcaza que estaba a punto de zarpar en ese momento. No quedaba un sólo hueco vacío en la cubierta pero los mozos seguían cargando montones de bultos y hatillos, sacos de maíz y una jaula con gallinas que cacareaban estrepitósamente. Mientras esperábamos para zarpar en la siguiente barcaza, nos mezclábamos con aquella humanidad ruidosa y jovial que deambulaba por el muelle.


Al llegar a Takawiri, el cielo ya se anaranjaba sobre las aguas verdosas del lago. Montamos las tiendas de campaña justo en la orilla, que semejaba una playa tropical. Luego, la noche cayó dulce y serena. La inmensa luna llena flotaba iluminándonos con su tenue luz plateada. Miles de pájaros cantaban en sinfonías dispares y siguieron haciéndolo hasta bien entrada la noche a costa de nuestras horas de sueño. Mientras, el viento arrancaba murmullos de las hojas de las palmeras. Después de cenar, todos los compañeros de viaje nos juntamos alrededor de una hoguera y pasamos un rato feliz, charlando, riendo y conociéndonos mejor después de varios días de viaje compartidos.


Tal vez podría decirse que no hicimos nada verdaderamente especial al día siguiente. Visitamos un miserable poblado de pescadores de la etnia Luo a una media hora caminando desde nuestro campamento. Unos cuantos hombres echaban las redes en la misma orilla del lago y unas mujeres en cuclillas limpiaban los escasos peces capturados por las redes. Por el camino visitamos también una escuela local de educación primaria. De regreso al campamento comimos, nos dimos un chapuzón y cuando el calor comenzó a remitir pillamos una mototaxi hasta un pueblucho cercano por un sendero más propio de rebaños de cabras que de vehículos. La mototaxi es un medio de transporte muy usual aquí que consiste simplemente en ir de paquete en una moto y cruzar los dedos para que el motorista que la conduce sea más o menos prudente. Y eso fue todo.


En cuanto a la visita a la escuela local... es muy difícil relatar tanta emoción contenida en unas pocas palabras. Por mediación de la agencia Kananga, visitamos una de las escuelas infantiles de los alrededores. Los niños, si bien están acostumbrados a recibir mzungus (blancos) cada dos o tres meses, ese día les pillamos por sorpresa. Tanto que una niñita no paró de llorar durante todo ese tiempo, pues era la primera vez que veía a unos blancos. Todos los niños eran hijos de la pobreza y del analfabetismo o huérfanos del SIDA. La profesora recogió nuestro donativo y nos enseñó el aula, una precaria construcción de ladrillo amueblada con un par de decenas de sillas de plástico y una pizarra rota. Luego, los niños recitaron por turnos unos cándidos poemas infantiles. Nunca había visto tanta algarabía, tantos ojillos brillantes, tanta inocencia en una sonrisa. Aquellos rostros vivarachos nos emocionaron hasta las lágrimas y a la vez, nos llenaron de congoja por la certeza de que sólo unos pocos llegarían a la escuela secundaria y, tal vez, alguno aprendiera un oficio que le permitiera mejorar aquellas condiciones de vida tan duras. Es triste ser un niño en esta África de corazón desesperanzado.

1 comentario :

Anónimo dijo...

No se exactament ha on es va gravar "Mogambo" (Clark Gable i Ava Gardner) pero l'inici de la cronica d'avui m'ha trasladat a aquelles escenes !! Com sempre atl.lots... quina passada de viatge !! Miquel i Ara