16 de noviembre de 2016

Córdoba, el último califa

Un poquito resacosos de rebujito y con el taconeo de la feria resonando aún en el oído, alquilamos un coche para llegar hasta Córdoba. La carretera discurría por tierras llanas y sumamente fértiles por su proximidad al Guadalquivir. Atravesamos infinitos campos de olivos, bendecidos por el alegre y luminoso sol del Sur. A ambos lados de la carretera, se extendían vastos latifundios de horizontes abiertos, blancos cortijos y suaves colinas, muchas de ellas coronadas por el campanario de la iglesia de algún pequeño pueblo de casas encaladas o de señoriales villas como Carmona, Osuna o Écija.


Córdoba atesora la esencia de las tres culturas que habitaron en sus calles y conserva lo mejor de cada una. Hubo un tiempo colmado de prodigios en que hebreos, cristianos y musulmanes convivieron en relativa armonía en esta hermosa ciudad. Gracias al legado de aquellos que nos precedieron, pocas horas después de llegar a Córdoba pudimos adentramos en el simétrico laberinto de columnas de la Mezquita. La primera impresión fue de absoluto asombro ante tanta belleza. Una vez los ojos se acostumbraban a aquella tenue oscuridad, se producía un efecto de reflejo dentro del reflejo. Pero al contemplar las columnas desde una perspectiva diagonal, se rompía ese efecto. Entonces, la sensación de amplitud se emborronaba y las columnas siempre parecían esconder algo detrás.


La Mezquita de Córdoba alberga también la Catedral. O mejor dicho, la Catedral cordobesa alberga los restos de lo que en su día fue la mayor y más bella mezquita andalusí. Cada civilización destruye todo vestigio de sus antecesores. Así ha ocurrido siempre y así ocurrió en Córdoba. La catedral cristiana creció entre el bosque de columnas de la mezquita musulmana como uno de esos líquenes parasitarios que se adhieren a la corteza y que con el tiempo llegan a ser casi tan hermosos como el árbol.


Afuera, en el patio, la Mezquita seguía ejerciendo su magnetismo sobre los cientos de turistas y algún que otro cordobés que paseaba entre los naranjos. El aire olía a azahar y se oía el rumor del agua correr por la fuente. Entre sol y sombra, la luz se filtraba de verde entre las hojas de naranjo. Al rato, dejamos atrás aquel misticismo aromático y sonoro. El olor a azahar se convirtió en olor a salmorejo y mmm… berenjenas con miel.


Así como la Mezquita es un laberinto simétrico y perfecto, la judería es una verdadera maraña laberíntica de estrechos y silenciosos callejones, de blanco y albero, de fachadas encaladas, portones de madera claveteada y balcones con geranios. En las calles más próximas a la Mezquita, atestadas de turistas, se capta una instantánea un tanto kitsch entre cientos de macetas colgantes con geranios, delantales rojos con volantes y lunares, imanes de la mezquita, carteles de corridas de toros y fritanga.


Al atardecer, nos alejamos de las bulliciosas calles de la judería y encontramos un rincón de silencios y de sombras nocturnas que se proyectaban sobre los blancos y sobrios muros del Convento de los Capuchinos. En la plaza frente al convento, se alzaba en medio del empedrado el Cristo de los Faroles, rodeado de velas encendidas como un fantasmagórico nazareno. La tenue luz de ocho farolillos iluminaba la figura del Cristo, el alma de la Córdoba cristiana tallada en piedra tosca y blanquecina.


Al otro lado del Guadalquivir, el puente romano ofrece una panorámica inolvidable. Junto a las almenas del Alcázar de los Reyes Cristianos, el muro de la Mezquita se agranda poco a poco y, a su alrededor, culebrea la retícula de callejuelas cordobesas. Belleza, grandiosidad… Hay ciertas palabras que no se deterioran jamás, por mucho que se abuse de ellas en las agencias de viajes.

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