29 de mayo de 2019

Skye, isla de bruma y viento

Allí donde las Tierras Altas se asoman al Atlántico, emerge la isla de Skye rodeada de aguas gélidas y densa niebla. Kilómetros y kilómetros sin fin de soledades cubiertas de brezo y bruma. Emprendimos la marcha hacia Skye al amanecer. Nos esperaba un largo día por delante y varias horas de carretera que con un bebé de casi dos años pueden parecer interminables. Por momentos, parecía que el sol se animaba por fin a salir, pero al rato volvía a esconderse y lloviznaba durante unos minutos. Poco antes de cruzar el puente hacía la isla de Skye, nos acercamos al castillo de Eilean Donan. La niebla empezó a disiparse al llegar y, poco a poco, se retiró el pálido velo que ocultaba aquellas ruinas. A orillas de un lago de aguas profundas y oscuras, el castillo aún se alza como un centinela del páramo infinito de las Tierras Altas. Destila una belleza austera y tosca, una simbiosis de piedra, agua y viento en perfecta armonía. Nos tumbamos sobre la hierba fresca adormecidos por el sol de primavera y el graznido de los cuervos. A nuestro alrededor, pastaba un rebaño de ovejas y Aina correteaba tras ellas, contenta de ir y venir a su antojo después de un buen rato sentada entre el coche y la mochila portabebés.


Al rato, nos adentramos en la isla de Skye. La carretera avanzaba sobre colinas ondulantes y agrietadas por la perseverancia del agua, interminables llanuras de turba y estepa, arroyos y pequeñas cascadas que brincaban entre las rocas. El vuelo de las gaviotas anunciaba la proximidad del mar y se avistaba en la lejanía el espumoso y brillante oleaje del océano. Aparcamos el coche en un lateral de la carretera costera, para tomar una bocanada de aire fresco y andar unos pasos hasta una cascada cercana antes de llegar a Portree, un pequeño pueblo de apenas cuatro o cinco calles construido en torno a un puerto natural con casitas de colores que siguen su trazado por cuestas empinadas. No había rastro de nubes y bajamos al puerto. Con la marea baja de la tarde, la orilla se tendía en una ancha lengua de guijarros, arena negra e infinidad de pequeñas conchas que Aina se afanaba en recoger. El sol estaba bajo y cubría de oro la línea del horizonte. El día culminó en un elegante restaurante del puerto cenando salmón. Pensamos que el plan era buenísimo pero Aina no compartía nuestra opinión. Cada vez se le hacían más pesados los días de viaje y necesitaba volver a su rutina, así que a los cinco minutos de sentarnos ya se lo había hecho saber a todo el restaurante.


A la mañana siguiente cogimos el coche en dirección a a The Old Man of Storr, el gran y solitario pináculo de roca que puede verse desde kilómetros de distancia. La carretera trepaba entre los cerros, pedregosos y desprovistos de árboles, a ratos ocultos por la niebla húmeda y espesa. El olor a lluvia recién caída entraba por la ventanilla del coche. Aparcamos y comenzamos la caminata por el sendero más concurrido de la isla. ¡Más turistas que en La Seu cuando descargan los cruceros! Por suerte, fuimos dejando atrás al resto de senderistas, poco acostumbrados a las largas caminatas de montaña. En el solitario páramo que rodea The Old Man of Storr, un par de caballos trotaba libremente sobre el verdor de aquellas praderas. El sol del mediodía era tan intenso que su fuerza traspasaba las nubes con luminosos haces de luz dorada. El silencio roto por el silbido del viento, los espacios infinitos y el cielo tormentoso que se cernía sobre nosotros... El tiempo parecía avanzar lentamente.


Siguiendo la franja costera, detuvimos el coche junto al acantilado Kilt Rock, llamado así por las lineas y cuadros formados sobre la roca por los estratos de basalto, tan semejantes a una falda escocesa. Allí, asomado al océano, encontramos un puesto ambulante de café caliente en el interior de una vieja caravana. Soplaba un fuerte viento y el oleaje golpeaba furibundo. Una pelirroja pecosa nos preguntó de dónde éramos mientras nos servía una taza humeante. –¡En lugar de estar tomando el sol en Mallorca estáis aquí tiritando! –exclamó sorprendida. Continuamos por el único camino accesible a la meseta volcánica de Quiraing. Aina se había dormido con tanto traqueteo, así que Javier y yo nos turnamos para bajar del coche y dar un corto paseo en mitad de ninguna parte. Quiraing es el lugar propicio para sentarse sobre la hierba a contemplar el manto aterciopelado que todo lo cubre con su espesor, para enterrar relojes y sentir sólo el aire salitroso y frío de los mares del norte. Arrancamos otra vez el coche en dirección a Uig, El puerto estaba en calma y los barquitos se mecían suavemente ante una playa desierta de arena pálida y fría por la que no pasaba nadie. Vimos como partía un barco mercante enorme para un pueblo tan pequeño. Y cuando desapareció el barco, el pueblo se nos hizo aún más pequeño. Tomando un desvío de la carretera nos metimos por un caminito para llegar a Fairy Glen, un bello y diminuto valle tan extraño que semeja un escondite de hadas. En el centro, unas rocas estén dispuestas en círculo formando una espiral y lo cierto es que desprende una cierta fuerza telúrica a semejanza de los menhires celtas. En la lejanía, decenas de arroyos trotaban airosos sobre las rocas. La tarde moría y su luz mortecina era el débil reflejo de lo que había sido un gran día. 

Partimos de Skye temprano con la intención de, antes de llegar a Fort William, comer en algún merendero apartado de la carretera y después hacer una caminata de un par de horas hasta una cascada. No hubo más imprevistos que viajar con una fierecilla de casi dos años que ya se resentía del cansancio acumulado después de una semana de viaje. Como todos los niños pequeños, Aina necesita su rutina, le da seguridad y confianza. Se adaptaba más o menos bien a nuestro ritmo, ¡qué remedio! Pero su habitual buen humor se había apagado y cualquier minucia era motivo para un berrinche: “ahora ponte la chaqueta que hace frío”, “ahora ven aquí que nos marchamos otra vez”... En fin, lo normal cuando se viaja con niños, pero esa normalidad puede llegar a ser agotadora. Por suerte, al llegar a Fort William, Aina se animó persiguiendo polluelos en el gallinero de nuestra casa de huéspedes.


Se dice que en Escocia cuando el visitante saluda con un “Buenos días”, suele recibir como estoica respuesta ”¡Podría ser peor!”. El tiempo escocés es tan voluble que un día claro puede transformarse con pasmosa rapidez, tal como ocurrió. La mañana siguiente en Fort William amaneció cubierta de una niebla espesa y envolvente. Aquel cielo tan gris apagaba todos los colores del Parque Nacional Loch Lomond & The Trossachs. Además, al poco de partir empezó a llover y ya no paró hasta la tarde, cuando llegamos a la oficina de alquiler de coches del aeropuerto de Edimburgo. Una pena. Cruzamos el valle de Glen Coe, dejando atrás las ciénagas de Rannoch Moor, e interminables páramos de belleza salvaje. En la lejanía se perfilaban, escondidas tras la bruma, las cimas rocosas que rodean al valle. La lluvia nos concedió una tregua en la iglesia de Balquhidder y el cercano lago Lubnaig hasta llegar a Callander, donde paramos a comer. Continuamos hasta el castillo Doune y allí salí del coche unos minutos bajo una lluvia torrencial sólo para tomar unas fotografías apresuradas a riesgo de empapar la cámara. Doune no es más que otro castillo cualquiera de los que habíamos visto desde la carretera, incluso pequeño y feucho comparado con otros; pero desde hace unos años está ligado a otro legendario castillo: Invernalia, la milenaria fortaleza de los Stark, los Reyes del Invierno. El castillo Doune ha servido como escenario del rodaje de la serie Juego de Tronos basada en los libros Canción de Hielo y Fuego. Cualquiera que me conozca bien ya sabrá entonces porqué debía pararme allí, a pesar de la tempestad.


Regresé al coche encogida bajo el chubasquero y partimos hacia la oficina de alquiler de coches. El limpiaparabrisas se movía de un lado a otro con un movimiento frenético y apenas había visibilidad más allá de la carretera. Encendimos la radio y sintonizamos una emisora local donde sonaba música tradicional. Los melancólicos acordes de las gaitas parecían fusionarse con la niebla que nos envolvía, como si música y paisaje fueran lo mismo. No se veía casi nada, pero la canción nos describía lo que la niebla ocultaba. Nos hablaba de viejas leyendas celtas y lluvia que bate con fuerza, de roca y viento, de mar embravecido y dulce melodía de gaitas. Fue un final de lo más poético a esta ruta en coche a través del corazón de Escocia.
«Veamos maravillas que nadie ha visto todavía, y bebamos los vinos que los dioses
quieran servirnos
» (Tyrion Lannister)

1 comentario :

Tosinaija The Plug dijo...

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