25 de septiembre de 2011

Estambul, ciudad de oro y viento

La mítica ruta de la seda fue la red de caminos que, atravesando Asia, fue transitada durante siglos por caravanas de mercaderes entre el Mediterráneo y el Extremo Oriente, desde Turquía hasta China. Capadokya representaba prácticamente el final de la ruta por su cercanía a Constantinopla, llamada antaño Bizancio y hoy Estambul, la ciudad soñada y anhelada por todos los vientos conquistadores. Siguiendo el rastro de la ruta de la seda llegamos hasta aquí, pero no en camello sino en un autobús nocturno de once horitas. Mientras dormíamos en el bus, cruzamos el intangible puente que une Europa y Asia, Oriente y Occidente. Un puente que une desconocidas tierras lejanas que se reencuentran en este punto mágico, en esta ciudad de oro y viento.


Llegamos al hostal después de perdernos un poquito adrede, y es que las mochilas son más ligeras cuando tienes delante a Sultanahmet, la mezquita azul. Unos cuantos callejones más atrás encontramos la antigua y coqueta casa otomana de madera en la que nos hemos hospedado. Tras dejar las mochilas tomamos el desayuno en la azotea contemplando más allá de los tejados el trocito de Bósforo que teníamos delante. Los barcos tocaban la sirena y las gaviotas revoloteaban sobre ellos. Inevitablemente, nos vino a la memoria la escena final de la película Hamam, del director turco Ferzan Ozpetek, en la que una señora italiana después de una vida muy agitada, encuentra al fin su lugar en Estambul. En un determinado momento sube a la azotea de su casa y ante la subyugante visión del Bósforo exclama: "He encontrado un viento que me lleva lejos, un viento extraño que nunca había sentido en ninguna otra parte, un viento que me ama." Viendo esta escena, ¿quién no ha sentido unos deseos irreprimibles de coger el primer vuelo a Estambul?


Y ya por fin duchados y reviscolados por el café nos lanzamos a la conquista de Estambul, o al menos esa era nuestra intención, porque horas después ya éramos nosotros los conquistados. Mucho podríamos decir de todo lo visto estos últimos cinco días pero la palabrería sobra cuando te plantas bajo la bóveda de Santa Sofía y veinte siglos de historia te miran con soberbia y se ríen de tu cara de embobado. Pero Estambul es mucho más que mezquitas y palacios. La ciudad revienta de vitalidad, es gigantesca, desbocada, siempre desmedida, altiva y caprichosa como el corazón de un sultán. Cerca del puente Galata, en los muelles de Eminonu, el cielo se enrojece en los atardeceres como si se desangrara bajo una profunda herida de puñal. Mientras, las cúpulas y los soberbios minaretes de las mezquitas se oscurecen lentamente bajo las sombras del ocaso.


Durante cinco días hemos vagabundeado sin parar afanados en desvelar los innumerables secretos que esconde cada rincón, hemos huido del agobio de los vendedores del gran bazar —Aquí engañamos menos —llegaron a decirnos descaradamente. Hemos fumado un narguile en Çorlulu Alí Paşa y hemos paseado entre los pescadores del muelle de Karaköy. Hemos, hemos, hemos... ¿Cuántos hemos más? Hemos asistido a la ceremonia religiosa de los derviches y hemos comido un excelente kokoreç por recomendación de nuestro amigo Tahsin. Hemos confirmado la amabilidad y hospitalidad turca de la que ya llevamos casi dos semanas disfrutando y nos hemos sorprendido con la inesperada bohemia y el cosmopolitanismo de Beyoğlu y las calles aledañas a Istiklâl Caddesi.


 Subidos a bordo de uno de los numerosos barcos que continuamente zarpan del puerto donde el mediterráneo se pierde en otros mares, cruzamos el Bósforo hasta el lado asiático. Desde la cubierta contemplamos resplandecientes cúpulas y afilados minaretes, tan altos y esbeltos que parecían clavarse en el cielo. La niebla difuminaba en el horizonte el majestuoso perfil de la ciudad que se levantaba orgullosa ante nosotros. Centenares de gaviotas volaban esperando a que los pescadores vaciasen las redes, mientras la suave caricia del sol matinal sobre las aguas del Bósforo nos adormecía.


De pronto, nos despertó el canto del almuecín. Empezaba la llamada a la oración invadiéndolo todo. Como un eco lejano de hipnótica armonía, le contestaban desde las otras mezquitas. Primero una, después otra más lejana, luego le siguieron otras dos hasta envolver la ciudad entera de cantos mágicos. Se alzaban cada vez más alto, compitiendo entre ellos, intentando llegar al cielo. Y respiramos profundamente, y sonreímos, no pudimos evitarlo. Estambul nos había cautivado.

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