3 de junio de 2019

Edimburgo, mil veces bienvenidos

Ceus míle fáilte” es una popular expresión gaélica que significa “mil veces bienvenidos”. Y así nos sentimos: dos veces bienvenidos a Edimburgo en menos de tres años. La primera vez, Aina estaba dentro de mí. Llegué a la ciudad con pocas expectativas, atraída por unos billetes de avión baratos y cansada por el avanzado estado del embarazo. Sin embargo, al regresar supe que volvería cuanto antes, pues hay pocas ciudades que me hayan seducido de una forma tan arrolladora. La segunda vez, Aina ya es un bichejo de casi dos años que apenas aguanta más de media hora metida en un cochecito, lo que supone ir a un ritmo mucho más lento pero menos tranquilo. Es decir, ni en sueños sentarse en un pub a tomar unas cervezas mientras escuchamos un grupo de folk. Aunque... ¡también es divertido chapotear en los charcos un día de lluvia!


Al día siguiente nos calzamos las botas y nos ajustamos la cara de turista, con un plano de la ciudad cargado en el móvil y esa mirada sonriente de las primeras veces. Tuvimos de nuevo la sensación de chocarnos de frente con el casco antiguo, tan vertical que se ve casi de golpe. La personalidad de esta ciudad radica en sus alturas, con muros, castillos, palacios, callejuelas y tabernas que se alzan de pie con gallardía, todos a un mismo tiempo, unos encima de otros, sobre una colina que va superponiendo bellezas medievales. Callejeamos por la Royal Mille, el corazón de esta ciudad misteriosa y cautivadora, donde se localizan el Ayuntamiento, el Palacio de Justicia y la catedral de Saint Giles. Allí mismo, delante de la fachada, tuvimos que abrirnos paso entre marabuntas de japoneses para ver a un barbudo pelirrojo tocando la gaita y deleitando a los guiris como nosotros. El gaitero iba muy peripuesto y engalanado con su kilt (¡No se os ocurra llamarlo falda!) y tan diferente de otros que habíamos visto a menudo en los pubs, pinta de cerveza en mano y bastante más zaparrastrosos. Así llegamos al castillo, erigido sobre un gigantesco promontorio volcánico, que uno no sabe bien si está en lo alto para verse desde cualquier lugar o si es más bien al contrario, ya que desde allí puede verse la ciudad entera. En cualquier caso es solemne y hermosa como otras ciudades que cuentan la historia anglosajona, intensa y a veces cruel. Sin embargo, el pasado de esta ciudad se observa mejor hacia abajo. Nos apuntamos a una visita guiada hacia el subsuelo, al entramado de casas subterráneas Mary King’s Close en los que la peste hizo estragos y los fantasmas siguen vagando por los rincones. Y es que Edimburgo no es sólo lo que se ve a simple vista. Resulta sorprendente ver que hay edificios enteros sepultados, casas de hasta cinco y seis plantas, los rascacielos de antaño, que formaban la antigua ciudad.


Durante nuestro primer viaje a Edimburgo, en esos tiempos en los que podíamos salir de noche sin preocuparnos de regresar pronto al hotel para que Aina no durmiera demasiado tarde, nos tomamos un par de whiskys escoceses en el Banshee Labyrinth. Es uno de los mejores pubs de música en directo y hasta los muertos lo saben, porque merodean por allí a menudo. Se encuentra en una de las lúgubres criptas de Edimburgo, unas cámaras subterráneas, oscuras y frías, que fueron el hogar de sus ciudadanos más indeseables, cuyos espíritus son ahora inofensivas almas en pena que se limitan a escuchar música y asustar un poquito a los clientes de vez en cuando.


Las lúgubres historias sobre ejecuciones, presuntas brujas y asesinatos sin resolver, que se han ido contando desde la Edad Media hasta transformarse en macabras leyendas, se condensan al anochecer en el cementerio de Greyfriars. La primera vez que visitamos Edimburgo, paseamos entre las decrépitas lápidas cubiertas de musgo y niebla buscando una muy especial: ¡La tumba de Voldemort! Resulta que J. K. Rowling, inspirándose para escribir las novelas de Harry potter, solía pasear por el cementerio y basó algunos de sus personajes en los nombres que aparecen en las lápidas. Entre ellos el de Thomas Riddell, verdadero nombre de Voldemort, y un poeta llamado McGonagall que ha prestado su apellido a la profesora Minerva. ¿Encantador, verdad? Junto al cementerio Greyfriars, tras una barrera pueden verse los torreones de una antigua mansión que actualmente es un prestigioso colegio. Sin duda, la escritora también se detenía a contemplar el colegio tras esa misma barrera, pues los alumnos se dividen en cuatro casas, como los de Hogwarts, cada una caracterizada por un color: verde, blanco, rojo y azul. ¿Os suena de algo, verdad? ¡Slytherin, Hufflepuff, Gryffindor y Ravenclaw!


Siguiendo los pasos de mi aprendiz de mago favorito, regresamos a una de las calles más emblemáticas de Edimburgo, Victoria Street, que para los muggles como yo será siempre el bullicioso callejón Diagon. Es una calle curvada, estructurada en dos niveles. Los edificios del nivel superior son muy antiguos, oscuros y puntiagudos. En el nivel inferior, los edificios son más recientes y las fachadas destacan por su colorido. Paseando por los comercios de Victoria Street no es difícil imaginar porqué inspiró el mágico callejón Diagon. Incluso algunos comercios se dedican a vender artículos de magia y hechicería. ¡Por supuesto que entramos a curiosear!


La lluvia remitió por la tarde y asomó entre las nubes la débil lumbre del sol, pero nosotros ya estábamos en el aeropuerto de regreso a casa. Despegó el avión y, una vez tuve a Aina bajo control con un cuento para pintarrajear, pude reclinarme sobre el respaldo del asiento y echar un vistazo por la ventanilla. Un manto de hojas húmedas tapizaba los senderos por donde se colaba la niebla y el graznido de los cuervos. Al fondo, más allá de los sombríos bosques de robles y abetos, se perfilaban las sombras de las Tierras Altas. El avión subía y a medida que ganaba altura todo era más pequeño y difuso, hasta que las nubes cubrieron el cristal de la ventanilla como una cortina blanca. Cerré los ojos y agucé el oído. Una débil melodía sonaba melancólicamente desde mi interior. Al principio, era un sonido apenas perceptible, pero a cada segundo retumbaba con más fuerza hasta que pude oírlo claramente. Era una gaita sonando en mi corazón.
«Dejad que vuestro espíritu aventurero os empuje a seguir adelante y descubrir el mundo que os rodea con sus rarezas y sus maravillas. Descubrirlo será amarlo.» (Kahlil Gibra)

Gracias familia, amigos y lectores espontáneos por seguir el blog, un placer compartirlo.

29 de mayo de 2019

Skye, isla de bruma y viento

Allí donde las Tierras Altas se asoman al Atlántico, emerge la isla de Skye rodeada de aguas gélidas y densa niebla. Kilómetros y kilómetros sin fin de soledades cubiertas de brezo y bruma. Emprendimos la marcha hacia Skye al amanecer. Nos esperaba un largo día por delante y varias horas de carretera que con un bebé de casi dos años pueden parecer interminables. Por momentos, parecía que el sol se animaba por fin a salir, pero al rato volvía a esconderse y lloviznaba durante unos minutos. Poco antes de cruzar el puente hacía la isla de Skye, nos acercamos al castillo de Eilean Donan. La niebla empezó a disiparse al llegar y, poco a poco, se retiró el pálido velo que ocultaba aquellas ruinas. A orillas de un lago de aguas profundas y oscuras, el castillo aún se alza como un centinela del páramo infinito de las Tierras Altas. Destila una belleza austera y tosca, una simbiosis de piedra, agua y viento en perfecta armonía. Nos tumbamos sobre la hierba fresca adormecidos por el sol de primavera y el graznido de los cuervos. A nuestro alrededor, pastaba un rebaño de ovejas y Aina correteaba tras ellas, contenta de ir y venir a su antojo después de un buen rato sentada entre el coche y la mochila portabebés.


Al rato, nos adentramos en la isla de Skye. La carretera avanzaba sobre colinas ondulantes y agrietadas por la perseverancia del agua, interminables llanuras de turba y estepa, arroyos y pequeñas cascadas que brincaban entre las rocas. El vuelo de las gaviotas anunciaba la proximidad del mar y se avistaba en la lejanía el espumoso y brillante oleaje del océano. Aparcamos el coche en un lateral de la carretera costera, para tomar una bocanada de aire fresco y andar unos pasos hasta una cascada cercana antes de llegar a Portree, un pequeño pueblo de apenas cuatro o cinco calles construido en torno a un puerto natural con casitas de colores que siguen su trazado por cuestas empinadas. No había rastro de nubes y bajamos al puerto. Con la marea baja de la tarde, la orilla se tendía en una ancha lengua de guijarros, arena negra e infinidad de pequeñas conchas que Aina se afanaba en recoger. El sol estaba bajo y cubría de oro la línea del horizonte. El día culminó en un elegante restaurante del puerto cenando salmón. Pensamos que el plan era buenísimo pero Aina no compartía nuestra opinión. Cada vez se le hacían más pesados los días de viaje y necesitaba volver a su rutina, así que a los cinco minutos de sentarnos ya se lo había hecho saber a todo el restaurante.


A la mañana siguiente cogimos el coche en dirección a a The Old Man of Storr, el gran y solitario pináculo de roca que puede verse desde kilómetros de distancia. La carretera trepaba entre los cerros, pedregosos y desprovistos de árboles, a ratos ocultos por la niebla húmeda y espesa. El olor a lluvia recién caída entraba por la ventanilla del coche. Aparcamos y comenzamos la caminata por el sendero más concurrido de la isla. ¡Más turistas que en La Seu cuando descargan los cruceros! Por suerte, fuimos dejando atrás al resto de senderistas, poco acostumbrados a las largas caminatas de montaña. En el solitario páramo que rodea The Old Man of Storr, un par de caballos trotaba libremente sobre el verdor de aquellas praderas. El sol del mediodía era tan intenso que su fuerza traspasaba las nubes con luminosos haces de luz dorada. El silencio roto por el silbido del viento, los espacios infinitos y el cielo tormentoso que se cernía sobre nosotros... El tiempo parecía avanzar lentamente.


Siguiendo la franja costera, detuvimos el coche junto al acantilado Kilt Rock, llamado así por las lineas y cuadros formados sobre la roca por los estratos de basalto, tan semejantes a una falda escocesa. Allí, asomado al océano, encontramos un puesto ambulante de café caliente en el interior de una vieja caravana. Soplaba un fuerte viento y el oleaje golpeaba furibundo. Una pelirroja pecosa nos preguntó de dónde éramos mientras nos servía una taza humeante. –¡En lugar de estar tomando el sol en Mallorca estáis aquí tiritando! –exclamó sorprendida. Continuamos por el único camino accesible a la meseta volcánica de Quiraing. Aina se había dormido con tanto traqueteo, así que Javier y yo nos turnamos para bajar del coche y dar un corto paseo en mitad de ninguna parte. Quiraing es el lugar propicio para sentarse sobre la hierba a contemplar el manto aterciopelado que todo lo cubre con su espesor, para enterrar relojes y sentir sólo el aire salitroso y frío de los mares del norte. Arrancamos otra vez el coche en dirección a Uig, El puerto estaba en calma y los barquitos se mecían suavemente ante una playa desierta de arena pálida y fría por la que no pasaba nadie. Vimos como partía un barco mercante enorme para un pueblo tan pequeño. Y cuando desapareció el barco, el pueblo se nos hizo aún más pequeño. Tomando un desvío de la carretera nos metimos por un caminito para llegar a Fairy Glen, un bello y diminuto valle tan extraño que semeja un escondite de hadas. En el centro, unas rocas estén dispuestas en círculo formando una espiral y lo cierto es que desprende una cierta fuerza telúrica a semejanza de los menhires celtas. En la lejanía, decenas de arroyos trotaban airosos sobre las rocas. La tarde moría y su luz mortecina era el débil reflejo de lo que había sido un gran día. 

Partimos de Skye temprano con la intención de, antes de llegar a Fort William, comer en algún merendero apartado de la carretera y después hacer una caminata de un par de horas hasta una cascada. No hubo más imprevistos que viajar con una fierecilla de casi dos años que ya se resentía del cansancio acumulado después de una semana de viaje. Como todos los niños pequeños, Aina necesita su rutina, le da seguridad y confianza. Se adaptaba más o menos bien a nuestro ritmo, ¡qué remedio! Pero su habitual buen humor se había apagado y cualquier minucia era motivo para un berrinche: “ahora ponte la chaqueta que hace frío”, “ahora ven aquí que nos marchamos otra vez”... En fin, lo normal cuando se viaja con niños, pero esa normalidad puede llegar a ser agotadora. Por suerte, al llegar a Fort William, Aina se animó persiguiendo polluelos en el gallinero de nuestra casa de huéspedes.


Se dice que en Escocia cuando el visitante saluda con un “Buenos días”, suele recibir como estoica respuesta ”¡Podría ser peor!”. El tiempo escocés es tan voluble que un día claro puede transformarse con pasmosa rapidez, tal como ocurrió. La mañana siguiente en Fort William amaneció cubierta de una niebla espesa y envolvente. Aquel cielo tan gris apagaba todos los colores del Parque Nacional Loch Lomond & The Trossachs. Además, al poco de partir empezó a llover y ya no paró hasta la tarde, cuando llegamos a la oficina de alquiler de coches del aeropuerto de Edimburgo. Una pena. Cruzamos el valle de Glen Coe, dejando atrás las ciénagas de Rannoch Moor, e interminables páramos de belleza salvaje. En la lejanía se perfilaban, escondidas tras la bruma, las cimas rocosas que rodean al valle. La lluvia nos concedió una tregua en la iglesia de Balquhidder y el cercano lago Lubnaig hasta llegar a Callander, donde paramos a comer. Continuamos hasta el castillo Doune y allí salí del coche unos minutos bajo una lluvia torrencial sólo para tomar unas fotografías apresuradas a riesgo de empapar la cámara. Doune no es más que otro castillo cualquiera de los que habíamos visto desde la carretera, incluso pequeño y feucho comparado con otros; pero desde hace unos años está ligado a otro legendario castillo: Invernalia, la milenaria fortaleza de los Stark, los Reyes del Invierno. El castillo Doune ha servido como escenario del rodaje de la serie Juego de Tronos basada en los libros Canción de Hielo y Fuego. Cualquiera que me conozca bien ya sabrá entonces porqué debía pararme allí, a pesar de la tempestad.


Regresé al coche encogida bajo el chubasquero y partimos hacia la oficina de alquiler de coches. El limpiaparabrisas se movía de un lado a otro con un movimiento frenético y apenas había visibilidad más allá de la carretera. Encendimos la radio y sintonizamos una emisora local donde sonaba música tradicional. Los melancólicos acordes de las gaitas parecían fusionarse con la niebla que nos envolvía, como si música y paisaje fueran lo mismo. No se veía casi nada, pero la canción nos describía lo que la niebla ocultaba. Nos hablaba de viejas leyendas celtas y lluvia que bate con fuerza, de roca y viento, de mar embravecido y dulce melodía de gaitas. Fue un final de lo más poético a esta ruta en coche a través del corazón de Escocia.
«Veamos maravillas que nadie ha visto todavía, y bebamos los vinos que los dioses
quieran servirnos
» (Tyrion Lannister)

26 de mayo de 2019

Highlands, el reino de la niebla

Oía la melodía de una gaita y enseguida entornaba los ojos. Me imaginaba asomada a las murallas de un legendario castillo ante un brumoso atardecer. ¿Quién no ha soñado alguna vez con viajar a Escocia? Luego, mis pensamientos se volvían más atrevidos y me imaginaba a lo Braveheart, con el viento agitando mi cabello y cabalgando por una ladera... “Mamiii, quero gayeya, más, más.”... Cuando se viaja con un bebé no hay tiempo para ensoñaciones. Al menos, las tres horas de vuelo transcurrieron sin rabietas ni llantos. “Bueno, arranquemos el coche recién alquilado... hummm... ¡pero si el volante está a la izquierda!” Primera rotonda a la salida del aeropuerto: “Se supone que no debemos entrar por el carril de la derecha, ¿verdad? ¡Ahora un cruce, concentrémonos!”. Con calma, con mucha calma, a menos de cuarenta por hora. Mientras tanto se iba formando una cola de coches tras el nuestro tocando el claxon e impacientes por adelantar. Y así llegamos a Stirling, como quien llega a la meta después de una gymkana.


Amaneció el día siguiente en Stirling sin rastro de nubes. El cielo matutino era claro y espacioso, el sol brillaba. ¡Incluso hacía calor! Dudamos de que realmente estuviéramos en Escocia. El castillo de Stirling se alza sobre una colina dominando la ciudad. Su aspecto es imponente, casi tanto como la torre construida en honor a William Wallace que a unos cuantos kilómetros de distancia se yergue junto al río. Horas después aprovechamos la siesta de Aina para marchar hacia Stonehaven. Durante el trayecto en coche cayeron unas pocas gotitas. Ahora ya no había dudas, ¡estábamos en Escocia! La suavidad de la luz empalidecía aquella tarde las barquitas amarradas en el puerto. Un par de pescadores recogían las redes tendidas sobre el muelle mientras unas gaviotas graznaban estrepitosamente sobre ellos. Aunque pronto prefirieron revolotear sobre Aina, entretenida en echarles migajas de pan. Preguntamos en la única taberna del puerto cómo llegar al castillo de Dunnottar. Un orondo camarero nos indicó un pequeño sendero de tierra que salía a la derecha bordeando la costa. Le preguntamos también si creía que iba a llover. –Estás en Escocia. Si no te gusta el tiempo, espera cinco minutos. ¡Nunca se sabe! –respondió con una risotada mientras nos servía unos fish and chips con una pinta de cerveza negra.


La suerte nos sonrió a la mañana siguiente. Aunque el día amaneció envuelto en niebla, recordé al camarero de la tarde anterior: –¡Nunca se sabe! Al poco de calzarnos las botas e iniciar la caminata, el sol empezó a asomarse tímidamente hasta vencer las nubes y alumbrar el puerto con la luz acerada del Atlántico. Seguimos el sendero y poco a poco perdimos el pueblo de vista. El aire arrastraba olor a algas marinas y un oleaje brioso golpeaba constantemente la arriscada costa. Verdes praderas surgían de un horizonte infinito y se perdían en los acantilados, donde el agua y el viento golpeaban contra sí mismos. Un par de conejitos salieron de su madriguera y cruzaron por delante de Aina, que se divertía arrancando florecillas silvestres. Tras unos pocos kilómetros, apareció ante nosotros una imagen lejana, indescifrable, envuelta aún en brumas matutinas, pero a medida que caminábamos hacía ella se volvía más nítida. De una enorme roca, nacida de las tripas del océano, sobresalía el castillo de Dunnottar, el ruinoso vigía que en tiempos vikingos fuera la inexpugnable fortaleza del Mar del Norte. Bajamos por unas estrechas escalinatas que comunicaban el peñón con una playa pedregosa y oscura, rodeada de escarpadas rocas cinceladas por el mar. Olía a océano. La bajamar había extendido sobre la arena sargazos y algas negras. Las gaviotas revoloteaban buscando alguna chirla arrastrada por las olas. El mar chispeaba con el brillo metálico del sol. Pero ya lo dijo el camarero: –¡Nunca se sabe! Media hora después tuvimos que sacar los chubasqueros. Aina, que durante toda la mañana apenas quiso apearse de la mochila portabebés, de repente se empeñó en caminar. Y así regresamos a Stoneheaven, andando sin prisa bajo la lluvia, que caía con finura e insistencia, hasta ponernos a resguardo con una sopita de esas que con tanto esmero cocinan los británicos.


Existen más de quince expresiones para definir los diferentes tipos de lluvia en Escocia y creo que durante el trayecto hacia Inverness los pudimos ver todos. De camino, paramos en Elgin para descansar y ver bajo el paraguas el esqueleto de su catedral. El paisaje se mantenía monótono: praderas verdes, ocasionales riachuelos de aguas oscuras, campos salpicados de flores y vacas. Apenas una hora después alcanzamos Inverness, donde nos recibió un aire húmedo y helado disfrazado de estío. Nos hospedamos en un pequeño bed & breakfast próximo a la calle principal del pueblo. Abrió la puerta sa madona con una sonrisa radiante que se le congeló en la cara nada más bajar la mirada para ver a Aina. Parecía horrorizada y al entrar supe porqué. Era la típica casa de huéspedes estilo british enmoquetada incluso en el baño, con su papel pintado estampado de flores, cuadros bordados de gatitos adorables, tapetes de puntilla y encaje por todos los rincones y, por supuesto, infinidad de figuritas de porcelana, cuidadosamente colocadas sobre diminutas estanterías de cristal. La casa perfecta para un terremotillo de casi dos años.


La niebla aún cubría el lago Ness en torno a las ruinas del castillo Urquhart cuando llegamos a la mañana siguiente. Por momentos, la niebla se abría y nos mostraba aquella vasta extensión de aguas oscuras en violento reposo. Entonces, durante algunos instantes, el castillo parecía emerger de un silencioso y profundo sueño. Pero a los pocos segundos, volvía a espesarse la niebla, densa y blanquecina. Decidimos almorzar en un merendero a orillas del lago, cerca de la entrada del castillo, sobre una suave y mullida pradera. Junto a un pequeño velero amarrado, unos patos se afanaban en picotear los restos de sandwich que les echaba Aina. Mientras tanto, una ardilla los contemplaba encaramada a la rama de un árbol, esperando su turno para recoger las migajas. Una estampa idílica si no fuera porque nada más sentarnos empezó a llover y ya no paró durante el resto del día.


Bajo el cielo encapotado y gris, regresamos a Inverness. Recorrimos las calles principales del pueblo, su iglesia protestante, su castillo, sus fachadas con entramados de vigas de madera y sus mil reclamos para turistas sobre el monstruo del lago Ness en forma de camisetas, tazas o imán para la nevera. Pedimos una pizza gigante para llevar y subimos a la habitación para jugar, bailar y leer cuentos. ¿Hay algún plan mejor para una tarde lluviosa en Inverness con un bichillo de casi dos años? Más tarde, Aina ya dormía plácidamente y afuera seguía lloviendo. La cadencia de la pertinaz lluvia golpeando contra el cristal de la ventana me sumió en un profundo sueño. Bajaba descalza por la pendiente de una ladera. Había llovido y aún titilaba el brillo de las gotas. La hierba me mojaba los pies y me gustaba esa sensación. Escocia ya me había dejado una honda huella.
«Soy William Walace, y el resto quedáis perdonados. Volved a Inglaterra y decidles a todos que los hijos y las hijas de Escocia ya no son vuestros. Decidles que Escocia es libre.» (Braveheart)

20 de mayo de 2019

Aina, et donaré les arrels i les ales

Aina, la meva filla. Tranquil·la i curiosa, sempre vol trescar-ho tot. Xerradora i llesta, tan llesta que a vegades em deixa bocabadada. Una miqueta polissona, però el seu somriure es fa perdonar qualsevol trastada. Amb n'Aina ha crescut un amor que mai hagués imaginat que existia. I creixen també les preguntes. De les mil preguntes que m’han sorgit aquests darrers dos anys, dues són: Vull seguir viatjant? Sí. Podré viatjar com abans? La resposta és no. Em costa acceptar-ho però la resposta segueix sent no. No com ho feia abans. Seguiré viatjant perquè és el que sempre més m’agrada fer, però sense tant de moviment i a un altre ritme, sense submergir-me tant en la voràgine que generen els viatges que solia fer. I és que ha aparegut n’Aina a la meva vida. I amb ella s’obri una nova època i noves preguntes. Vull seguir viatjant mentre la salut i el sou ens ho permeti, però no com abans (same same but different, com diuen en el Sudest Asiàtic).
Quatre mesos després de néixer anàrem uns dies a València, després a Euskadi... i a l’any vàrem fer una ruta en cotxe per Barcelona, Costa Brava, pobles de l’Empordà... També Carcassona, al sud de França, i a Pirineus, on férem trekking per Aigüestortes. La veritat és que tot va anar molt bé. Però quan planificava el viatge a Escòcia em preguntava si no seria massa trui per n’Aina, massa hores d’avió, massa dies, massa quilòmetres... fins que a la secció de contes infantils de la biblioteca del meu barri vaig llegir aquest cartell penjat a la paret:
«Hi ha dos regals per oferir als infants: un són arrels i l’altre són ales.» 

I aquestes paraules foren la resposta que cercava abans d’anar a Escòcia. Arrels com a sentiment de pertinença a un lloc, a una llar càlida on tornar sempre, on trobar amor infinit i abraçades de consol quan es necessitin. I ales per triar amb llibertat, ales per volar tan alt com desitgi, i ales també per viatjar. Per això vull transmetre-li la inquietud per viatjar, ensenyar-li tot un món per recórrer, experiències inoblidables per viure i altres realitats per conèixer. Viatjar avivarà la seva curiositat, li donarà una nova mirada a través de la qual veure el món i recuperarà la capacitat de sorpresa que es va perdent en créixer. Viatjar li crearà records que l'acompanyaran al llarg de tota la seva vida. I, a més, serà meravellós fer-ho junts.
«Look at the stars
Look how they shine for you
And everything you do
»
(Coldplay)

8 de febrero de 2017

Granada, embrujo moruno

Siguiendo los pasos de mi anterior viaje andaluz, meses después regresé al Sur. Antes de que me invadiera la nostalgia ante la inminente llegada de mi cumpleaños, decidí escaparme unos días a Granada, para mí ligada siempre a recuerdos felices.


Apenas hacía una hora que habíamos llegado a la ciudad y el embrujo de Granada ya me arañaba el corazón mientras nos registrábamos en la recepción del hostal. A través del balcón de nuestra habitación, se colaba un rasgueo de guitarra que retumbaba en un estrecho callejón del Albaicín. Era mediodía y el sol brillaba con fuerza en la ribera del Darro, a lo largo del Paseo de los Tristes.


El Albaicín es la verdadera alma granadina. En la silenciosa penumbra de sus calles no encontraremos la pompa ni el boato de la opulenta catedral, ni tampoco un ajetreado y folclórico zoco como la Alcaicería. El Albaicín es sólo luz blanca que resplandece a los pies de la Alhambra. Es el rumor, frágil y esquivo, del agua que brolla de la fuente. Azulejos de floridas vírgenes dolientes adornan las tapias encaladas que ocultan algún pequeño huerto de naranjos. De vez en cuando, el lamento de una guitarra rompe la quietud del Albaicín y estremece a los turistas.


Y sobre el Albaicín se eleva la Alhambra. Oro puro sobre blanco. Entrada la tarde del día siguiente a nuestra llegada, iniciamos la visita con los Palacios Nazaríes, una sucesión desordenada de patios rectangulares, con una gran fuente en el centro y rodeados de estancias con una cúpula en el techo. Recorrer sus pasillos no es sólo retroceder siglos de historia, es adentrarse en un sueño. Un sueño morisco a través de salones y galerías embellecidas por incontables artesonados geométricos, labrados en la piedra y engalanados por los versos del Corán, y de azulejos de colores formando infinidad de mosaicos.


La Alhambra no es un palacio de piedra: pues no hay nada más frágil que su arquitectura de agua y encajes esculpidos. Frente al concepto arquitectónico cristiano de robusta fortaleza, los sultanes crearon un palacio fugaz y volátil como el viento, como los sueños de aquel pueblo nómada del desierto que un día decidió cruzar el mar y reinar sobre Al-Andalus.


El Generalife, al otro extremo, fue construido como una residencia de verano para los reyes nazaríes. En medio del tumulto de uno de los sitios turísticos más concurridos se encuentra un oasis de silencio. La luz aterciopelada se filtra entre las celosías y unas tímidas lucernas estrelladas alumbran las estancias del palacio. Afuera, los jardines rebosan verdor al son del leve murmullo de las acequias y albercas. El Generalife es como un poema de agua y aroma de azahar, el lugar donde se escapan los suspiros.


El sol ya empezaba a ponerse y el horizonte iba del dorado al violeta a medida que menguaba la luz. Las nubes brillaban con fulgor escarlata y las almenaras rojizas de la Alhambra también parecían brillar con un resplandor rosado. El cielo empezó a oscurecerse y asomaba una medialuna que prometía una noche bellísima. Faltaban pocos minutos para que la Alhambra cerrara sus puertas a los turistas pero no sentía lástima por marcharme, me fui con la certeza de que en algún momento volvería. Eso es lo mejor de visitar Granada, saber que siempre volveré una y otra vez.
«Por el agua de Granada, sólo reman los suspiros» (Federico García Lorca)

18 de noviembre de 2016

Cádiz, el escondite del viento

El luminoso sol del Sur cayó sobre nosotros durante todo el trayecto de carretera. Una luz cegadora se desprendía del cielo y nos sonreía, dándonos la bienvenida a Cádiz. Quienes nacimos en el Mediterráneo ya conocemos bien esa luz, tan arraigada en nuestra alma que no sabríamos vivir sin este sol que acaricia la piel y adormece los sentidos, que apacigua los temores y calma los pesares.


Nos hospedamos en un hotelito justo detrás de la catedral. A una buena distancia desde el mar, ya era visible su hermosa cúpula recubierta de azulejos dorados, que encaja a la perfección con la fisonomía gaditana de aires coloniales. A esas horas de la mañana la catedral resplandecía en cada ola que llegaba, alumbrada por la misma luz de tantas épocas vividas, de fenicios y cartagineses que abrieron paso a la Antigua Roma y al esplendor de Al-Andalus.


El puerto fue durante siglos el punto de partida hacia nuevos horizontes al otro lado del Atlántico, aglutinando el flujo mercantil con América. Llegamos hasta La Caleta, paseando entre palacios barrocos y elegantes casas señoriales con sus características torres miradores, que evocan al malecón de La Habana o a cualquier ciudad colonial de suaves colores. Aunque en este caso, la brisa marina nos trajo, además, olor a tortillitas de camarones, riquísimas raciones de choco, chipirones y unas deliciosas ortiguillas que nos llenaron la boca de sabor a mar.


Varias decenas de barcas se mecían suavemente varadas en La Caleta. Las gaviotas revoloteaban en torno a los pocos pescadores que aún no habían recogido sus redes, con la esperanza de capturar algún pececillo que hubiera quedado enredado. Atardecía tras la línea dorada del horizonte y el mar chispeaba con el brillo de los últimos rayos de sol.


A la mañana siguiente nos despertó un chaparrón primaveral que duró hasta bien entrada la mañana. Nada más llegar a Vejer de la Frontera, el cielo se abrió y apareció de pronto un azul radiante y luminoso que contrastaba con el blanco inmaculado del pueblo. Con la única compañía de un gato negro que se nos acercó ronroneando, deambulamos por los callejones estrechos y solitarios que serpenteaban entre las casas de fachadas amplias y encaladas, portones de madera claveteada y ventanas enrejadas. Todos terminaban en alguna pequeña plaza, quieta y silenciosa, donde sólo se oía el rumor del agua que brollaba de una fuente de azulejos. La dorada luminosidad de la tarde embellecía Vejer.


Tras una suculenta cena en el restaurante El Jardín del Califa, subimos a la azotea. Los aires marinos mecían suavemente las palmeras. La noche, negra y brillante, estaba poblada de estrellas y un cuarto creciente de luna pendía del cielo. En momento estaba justo donde quería estar.

16 de noviembre de 2016

Córdoba, el último califa

Un poquito resacosos de rebujito y con el taconeo de la feria resonando aún en el oído, alquilamos un coche para llegar hasta Córdoba. La carretera discurría por tierras llanas y sumamente fértiles por su proximidad al Guadalquivir. Atravesamos infinitos campos de olivos, bendecidos por el alegre y luminoso sol del Sur. A ambos lados de la carretera, se extendían vastos latifundios de horizontes abiertos, blancos cortijos y suaves colinas, muchas de ellas coronadas por el campanario de la iglesia de algún pequeño pueblo de casas encaladas o de señoriales villas como Carmona, Osuna o Écija.


Córdoba atesora la esencia de las tres culturas que habitaron en sus calles y conserva lo mejor de cada una. Hubo un tiempo colmado de prodigios en que hebreos, cristianos y musulmanes convivieron en relativa armonía en esta hermosa ciudad. Gracias al legado de aquellos que nos precedieron, pocas horas después de llegar a Córdoba pudimos adentramos en el simétrico laberinto de columnas de la Mezquita. La primera impresión fue de absoluto asombro ante tanta belleza. Una vez los ojos se acostumbraban a aquella tenue oscuridad, se producía un efecto de reflejo dentro del reflejo. Pero al contemplar las columnas desde una perspectiva diagonal, se rompía ese efecto. Entonces, la sensación de amplitud se emborronaba y las columnas siempre parecían esconder algo detrás.


La Mezquita de Córdoba alberga también la Catedral. O mejor dicho, la Catedral cordobesa alberga los restos de lo que en su día fue la mayor y más bella mezquita andalusí. Cada civilización destruye todo vestigio de sus antecesores. Así ha ocurrido siempre y así ocurrió en Córdoba. La catedral cristiana creció entre el bosque de columnas de la mezquita musulmana como uno de esos líquenes parasitarios que se adhieren a la corteza y que con el tiempo llegan a ser casi tan hermosos como el árbol.


Afuera, en el patio, la Mezquita seguía ejerciendo su magnetismo sobre los cientos de turistas y algún que otro cordobés que paseaba entre los naranjos. El aire olía a azahar y se oía el rumor del agua correr por la fuente. Entre sol y sombra, la luz se filtraba de verde entre las hojas de naranjo. Al rato, dejamos atrás aquel misticismo aromático y sonoro. El olor a azahar se convirtió en olor a salmorejo y mmm… berenjenas con miel.


Así como la Mezquita es un laberinto simétrico y perfecto, la judería es una verdadera maraña laberíntica de estrechos y silenciosos callejones, de blanco y albero, de fachadas encaladas, portones de madera claveteada y balcones con geranios. En las calles más próximas a la Mezquita, atestadas de turistas, se capta una instantánea un tanto kitsch entre cientos de macetas colgantes con geranios, delantales rojos con volantes y lunares, imanes de la mezquita, carteles de corridas de toros y fritanga.


Al atardecer, nos alejamos de las bulliciosas calles de la judería y encontramos un rincón de silencios y de sombras nocturnas que se proyectaban sobre los blancos y sobrios muros del Convento de los Capuchinos. En la plaza frente al convento, se alzaba en medio del empedrado el Cristo de los Faroles, rodeado de velas encendidas como un fantasmagórico nazareno. La tenue luz de ocho farolillos iluminaba la figura del Cristo, el alma de la Córdoba cristiana tallada en piedra tosca y blanquecina.


Al otro lado del Guadalquivir, el puente romano ofrece una panorámica inolvidable. Junto a las almenas del Alcázar de los Reyes Cristianos, el muro de la Mezquita se agranda poco a poco y, a su alrededor, culebrea la retícula de callejuelas cordobesas. Belleza, grandiosidad… Hay ciertas palabras que no se deterioran jamás, por mucho que se abuse de ellas en las agencias de viajes.

13 de noviembre de 2016

Sevilla, flor de azahar

Una luminosa mañana sevillana, hace ya muchos años, recorrí apresuradamente unas cuantas calles entre la Catedral, el barrio de Santa Cruz y la Torre del Oro. ¡Deseaba tanto volver! Y ahora que he vuelto a Sevilla, también regresa a mi memoria algo que sucedió aquella mañana. Es tan cómico que, a pesar de los años transcurridos, su recuerdo siempre me hace sonreír. Siguiendo las directrices del Manual del Buen Turista, iba yo montada en una bonita calesa sevillana tirada por dos caballos que había cogido minutos antes en la plaza de España.


De repente, cinco gitanillos empezaron a correr tras el carruaje. Uno de ellos rasgaba la guitarra intentando arrancar algunos acordes a pesar del traqueteo. Otro cantaba a la vez que corría y su respiración, entrecortada por el esfuerzo, interrumpía contantemente aquel lastimero quejido que pretendía ser flamenco. Mientras tanto, el resto nos siguió todo el trayecto dando palmas sin ritmo alguno. No podía contener la risa. Los gitanillos continuaron dándole al cante jondo hasta llegar a la Giralda, por lo que se ganaron una propina bien merecida. Dudo que tuvieran aquello que llaman duende, pero al menos echamos unas buenas risas.


El duende, se tiene o no se tiene. Y Sevilla tiene duende. Es un don que pocos tienen, un sentimiento convertido en arte, tan seductor, auténtico e intenso que traspasa la frontera de lo mágico y se adentra en el corazón de quien lo ve. El duende emana del taconeo de una bailarina, del lamento quejumbroso de un cantaor… Emana también del rumor del agua que corre por la fuente de un patio de naranjos, del calor de una noche sevillana a la orilla del Guadalquivir en el puente de Triana. Emana del olor de las flores de azahar que impregna los Reales Alcázares las mañanas de abril.


Sevilla es un crisol de sangre y de rezos judíos, cristianos e islámicos que se funden bajo un cielo luminoso y azul. La romana Hispalis, la Ishbiliya del esplendor andalusí, la beata y opulenta Sevilla de los Reyes Católicos; cientos de historias superpuestas, siglo tras siglo, y de vínculos imposibles de explicar unos sin otros.


Al comprar los billetes de avión no reparamos en las fechas hasta pocos días antes de la partida... ¡La Feria de Abril sevillana! A pesar de esta fantástica coincidencia, la verdad es que no me entusiasmaba especialmente la feria de abril. Algunos mallorquines de origen andaluz organizan en Palma una diminuta versión de su feria de abril bastante cutre. Durante el día, unas pocas mujeres, sobre todo niñas, pasean por las casetas con vestidos de sevillana más propios de tienda de suvenires baratos. Y a medida que avanza la noche, el ambiente es cada vez más sórdido y alcoholizado. Esta era la idea que tenía de la famosa Feria. Pero uno de los beneficios de viajar es precisamente romper nuestros prejuicios y conceptos preestablecidos. La Feria de Abril sevillana me deslumbró.


Una multitud de calesas iban y venían entre el barullo de gente que entraba y salía de las casetas. Las señoras, elegantes y bellísimas, se envolvían en coloridos volantes con lunares o alegres estampados y se recogían el pelo con peinetas y claveles que las embellecían aún más. Muchos hombres montaban orgullosos sobre sus caballos ataviados con el tradicional traje corto con fajín, polainas y sombrero de ala ancha.


Desde el interior de las casetas resonaban las risas, el guitarreo y las copas de vino al chocar. Todo eran sonrisas, caras emocionadas y ojitos brillantes. La alegría flotaba en el aire. Después de un par de rebujitos, la gente se arrancaba a bailar, vueltas y vueltas, brazos arriba, brazos abajo, y una vuelta más, y otra, sin marearse, sin perder nunca el compás. El movimiento era embriagador. Así pues, a ponerse guapos, perfumaítos, y la camisa bien planchá, mejor con un clavel en el ojal. ¡Ya se oye el taconeo!
«Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero» (Antonio Machado)