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24 de septiembre de 2013

Lima, una pizca de cilantro

Cada momento se parte en dos al cruzar una frontera, en la melancolía por lo que quedó atrás y en el entusiasmo por conocer nuevas tierras. Pero en el caso de Lima, el entusiasmo ha sido escaso y demasiado lo que quedó atrás. Después de tres semanas recorriendo parte del altiplano andino, respirando aire fresco y salvaje, llegar a Lima resultó asfixiante. Casi todas las grandes ciudades son grises e insulsas, pero tal vez Lima lo sea un poco más que otras. La plaza Mayor y las calles cercanas son preciosas. El casco antiguo de Lima, que ha logrado sobrevivir a siglos de terremotos, está repleto de hermosas iglesias, mansiones coloniales de color turquesa, rosa o aguamarina y grandes balcones de madera decorados con recargados encajes y arabescos. Pero son sólo unas cuantas calles, el resto es una ciudad moderna y feucha. De vez en cuando, alguna vieja y elegante casona hace intuir que en otros tiempos fue una ciudad hermosa.


En Lima confluyen, y a veces se estrellan, todas las culturas que integran Perú. De los Andes al Amazonas pasando por el criollismo colonial y, por supuesto, las Wendysulcas ♪ay papito hasmelo sentir♫ y demás horteradas. Todos son ingredientes de este picante y suculento ceviche. Ceviche... No os he hablado aún de la gran sorpresa de este viaje a Perú. No ha sido el Machu Picchu ni los chullos de colores. ¡La gran sorpresa ha sido la cocina peruana! Ceviche de marisco, rocoto rellleno, saltado de alpaca, ají de gallina... la lista es interminable. Hemos comido algunas veces en restaurantes de categoría y la comida ha sido siempre exquisita y baratísima. Pero incluso en las tascas más cutres se come de maravilla. ¡Qué arte tiene esta gente con los fogones y las sartenes!


Esto ya termina. Nuestros días peruanos ya estaban contados al llegar a Lima. Regresamos con más peso en la mochila, regalillos, algún que otro capricho y algo que jamás olvidaremos: Machu Picchu. Ha sido un viaje hacia lo mítico, donde se concentra esa fuerza mágica que lleva al hombre a perpetuar su historia y dejar su huella a los que le seguirán. ¡Cuánto nos alegramos de que los conquistadores españoles nunca descubrieran Machu Picchu! Adiós Perú. He vuelto a recordar porqué me gusta tanto viajar.
«Suelta las amarras. Navega lejos de los puertos conocidos. Atrapa las huellas del viento en tus velas. Explora. Sueña. Descubre.»
(Mark Twain)
Gracias familia, amigos y lectores espontáneos por seguir el blog, un placer compartirlo.

21 de septiembre de 2013

Arequipa, besada por la luna

Cuando la luna se separó de la tierra, olvidó llevarse a Arequipa, o eso dicen. Sabíamos que era una exageración, un reclamo turístico, pero no esperábamos encontrar una ciudad tan bonita. Arequipa está en tierra de volcanes, y eso la embellece aún más. Llegamos ya de noche en bus desde Puno, y a la mañana siguiente, tomamos el desayuno en la azotea del hostal. Mientras mojaba la galleta en el café con leche, la cumbre nevada del volcán Misti se erguía frente a nosotros. La mañana era apacible y azul, pero el volcán, con su silencio amenazador, vigilaba de cerca las bonitas cúpulas y campanarios de Arequipa.


Tras patear la ciudad la mañana entera, curioseamos un buen rato por el ajetreado mercado de San Camilo, donde comimos un rocoto relleno, en su punto justo de picantillo. Luego tomamos tranquilamente un cafetito bajo los soportales de la plaza de Armas. Aún no habíamos visitado el convento de Santa Catalina, pero no teníamos prisa. "No tenemos prisa, verdad? Sólo es un convento." ¡¿Sólo un convento?! Salas inmensas, patios, capillas y claustros se sucedían sin fin uno tras otro. El convento de Santa Catalina es una pequeña y bellísima ciudad de silencios y penumbras, ajena al bullicio de Arequipa.


Ayer tomamos caminos separados. Javier suele marearse en los trayectos largos y decidió no ir al cañón del Colca cuando nos enteramos de que llegar al mirador del Cóndor suponía seis horas de curvas vertiginosas en autobús entre la ida y la vuelta. En su lugar, se largó a hacer el cabra bajando un volcán en bici alquilada con unos canadienses que conoció. Yo, mientras tanto, tomé un autobús hacia el cañón del Colca. Aún era de noche cuando partió, así que aproveché para echar una cabezadita. Poco tiempo después, al despuntar el alba, abrí los ojos y me topé con una ensoñación. Una infinita llanura, árida y desolada, se perdía en el horizonte. Al fondo, en la lejanía, se recortaba en el cielo del amanecer la silueta de un volcán humeante. Una inmensa luna llena flotaba aún en el cielo momentos antes de ocultarse. Todo era irreal, onírico, como si no hubiera despertado aún. En ese instante quise girarme hacia Javier: —¡Mira, mira! ¿Has visto eso? Perdón, upss, sorry Un gringo rubio y gordo dormía en el asiento de al lado. Bruscamente, el conductor tomó una curva y aquella magia desapareció. Ninguna foto, nada. Me guardé ese momento en la cajita de sándalo que llevo siempre conmigo, en mi interior.
El aire que entraba por la ventanilla del autobús arrastraba el olor de la tierra y la sequedad del camino. Acostumbrada a viajar siempre acompañada, fue tan placentero viajar sola que por un momento reí alegre por la viveza de mis instintos, del simple hecho de sentir mi existencia y el mundo alrededor en su desorden y alborozo.


Un par de horas después, el autobús paró en la Cruz del Condor, el mirador más espectacular del cañón del Colca. Una pareja de cóndores sobrevolaba en ese momento las cabezas de los turistas que se agolpaban frente al mirador. De regreso a Arequipa, nos adentramos en el valle. Un riachuelo serpenteaba por una ciénaga y las profundas grietas causadas por los terremotos surcaban los cultivos de papas, quinoa y maiz. Mientras, los campesinos araban los campos con sus desgastados ponchos de alpaca, que aleteaban con el viento andino. Cada vez que el autobús paraba en una aldea, en pocos minutos se formaba rápidamente a nuestro alrededor un pequeño y ajetreado mercado ambulante de empanadas de queso, tamales y algunas chucherías para turistas. Al regresar a Arequipa, Javier me esperaba en el hostal y enseguida nos apresuramos en contarnos nuestras aventurillas del día. ¿Pero cómo podía explicarle lo que había visto esa mañana al amanecer? Aquella llanura infinita y onírica, un volcán humeante en el horizonte y una inmensa luna llena flotando ante mis ojos. ¿Cómo explicar la magia?
«Quien busque el infinito, que cierre los ojos.»
(Milan Kundera)

18 de septiembre de 2013

Lago Titicaca, el tiempo detenido

Cuentan las leyendas, que en el lago Titicaca amaneció el primer sol. Es sólo una leyenda, pero es bien cierto que una corriente de misticidad atraviesa esas aguas tranquilas y oscuras, por donde hemos estado navegando durante dos días. Pero antes de llegar al lago Titicaca, nos entretuvimos casi un día entero en Ollantaytambo. Aprovechando que el tren de regreso de Aguascalientes a Cuzco paraba allí, decidimos modificar un poco nuestro itinerario y pernoctar en Ollantaytambo. A la mañana siguiente, cuando nos disponíamos a visitar las ruinas inkas del pueblo, se nos ocurrió contratar los servicios que nos ofrecía un guía en la entrada del recinto. ¡Qué gran acierto! Lo mismo ocurrió con la visita guiada de Machu Picchu: media chacana cuya otra mitad se completa con la sombra proyectada durante el solsticio de verano, un calendario solar esculpido en la piedra o una pila que recogía el agua derramada durante los sacrificios. Con las explicaciones del guía, todo aquello que antes no eran más que piedras esparcidas por el suelo, de repente, adquiría una significado asombroso.


De noche, tomamos un bus nocturno hasta llegar a Puno, a orillas del lago Titicaca, a las seis de la mañana. Con un poco de sueño aún, desayunamos y tan sólo una hora después partimos en una lancha hacia las islas de los uros. La llegada a las islas de los uros fue un tanto desconcertante. Los uros son una comunidad indígena que vive sobre balsas flotantes que construyen con totora, un junco que crece a orillas del lago Titicaca. Al desembarcar nos recibieron unas señoras vestidas con sus mejores galas. Acto seguido, nos dieron una breve charla sobre sus costumbres y su modo de vida para terminar con un muestrario de la artesanía que vendían, muy bonita por cierto. Mientras tanto, llegaban con otras lanchas docenas de turistas cámara en ristre. Todo resultaba tan artificial como un parque temático.


Al poco rato, partimos hacia la isla Amantaní y durante las tres horas de travesía empezamos a hacer amistad con Ana, una ecuatoriana encantadora, y con el mexicano Alfredo, una de esas personas, que a veces se cruzan por el camino, de las que se comen la vida a bocados. ¡Cómo nos hemos reído estos últimos días! En la isla Amantaní se practica el llamado turismo vivencial, es decir, cuando un turista llega a la pequeña isla, el encargado del alojamiento le asigna una familia que lo acogerá durante una noche en su casa a pensión completa por un precio tirado. El sistema de asignación es rotativo, pues todos los ingresos repercuten en la comunidad de cuatro mil habitantes que vive en la isla. A nosotros se nos asignó la familia de Don Rogelio y Doña Ana Ruth. Nos han atendido de maravilla aunque apenas hablaban español, sólo quechua.


En la isla Amantaní apenas hay suministro de luz y agua corriente. La vida es sencilla y humilde, y el reloj avanza muy lentamente. Sentados en la entrada de una choza de adobe frente al lago Titicaca, se perciben los difusos límites entre el tiempo y el espacio. Al atardecer, subimos con Ana y Alfredo al templo donde los antiguos inkas honraban a Pachamama, la Madre Tierra. El sol desapareció en el horizonte envolviéndonos de rojo enardecido. Bajamos al pueblo ya de noche y, aunque íbamos provistos de una linterna, ni siquiera la encendimos. La luna llena iluminaba el sendero y un velo de blanca palidez cubría las orillas del lago. Y las estrellas... ¡las estrellas! Fue una noche verdaderamente hermosa.


Al amanecer partimos hacia la isla Taquile, más orientada al turismo con tiendas de artesanía y pequeños restaurantes. En el lago Titicaca, el sol reina sin piedad y quema los rostros indígenas. Esos rostros angulosos y severos, tostados por el inclemente sol, también son de sonrisa amable y ademanes gentiles. Los amantaníes, los taquiles, los uros... cada cultura es un río navegable a través de la memoria, cuyas aguas arrastran infinidad de voces. Probablemente dentro de unos años ya no existirán, engullidos por ese monstruo globalizador que poco a poco convierte nuestro mundo en un lugar más homogéneo, más insulso, más aburrido. Pero hoy existen. Recuerdo cuando era niña que en la Ibiza de mis raíces familiares algunas ancianas payesas vestían atuendos tradicionales, con su delantal de rayas, su mantón negro bordado y su larga cabellera trenzada. Hoy estarán muertas, pero yo las sigo recordando. Existieron. Igual que ahora existen los uros.

15 de septiembre de 2013

Machu Picchu, una puerta al cielo

Eran las seis de la mañana y la espesa niebla matutina empezaba a diluirse. Caminamos unos pocos metros más por un empedrado camino para ver por primera vez lo que tantos días llevábamos buscando. Y apareció ante nosotros, la legendaria ciudad de los inkas, Machu Picchu. La respiración, agitada por la abrupta caminata y la altitud, se detuvo. El corazón dejó de bombear durante un instante sobrecogedor. Poco a poco la sangre volvió a circular a la vez que nuestros ojos se iban fijando en las montañas, los muros de piedra, los bancales... Pues sí, el Machu Picchu realmente impresiona, sin importar las veces que lo hayamos visto en fotos o cuánto nos hayan contado.


Y si el otro día escribíamos desde Cuzco... ¿cómo llegamos hasta Machu Picchu? ¡Pues a patita! Contratamos en una agencia local de Cuzco a un precio baratísimo el llamado trek de Salkantay, de cuatro días de duración, que finaliza en Machu Picchu. Y ahora que todo ha terminado podemos decir, sin duda, que valió la pena. Pero no nos engañemos, algunos momentos han sido muy duros: horas y horas de caminata, avanzando lentamente y respirando el aire enrarecido por la altitud. La falta de oxígeno convierte cualquier esfuerzo en un escollo titánico para quienes venimos del mar. A cuatro mil metros de altura, el sol era abrasador y por las noches de cielo estrellado el frío nos helaba los huesos cuando acampábamos. Más de una vez, removiéndome en mi saco de dormir intentando conciliar el sueño, me pregunté qué puñetas hacía yo allí. Pero cuando alcanzamos el paso de Salkantay a 4.600 metros, lo recordé de pronto: Sí, se trataba de esto, de sentirte vivo.


Al haber contratado el trekking a través de una agencia, formábamos parte de un grupo de montañeros muy heterogéneo: australianos, francosuizos, británicos de origen indio y unos chicos de Arizona muy majos. Los dos últimos días fuimos bajando de altitud y nos sumergimos en un paisaje cada vez más verde y húmedo que anunciaba la proximidad de la selva amazónica. Finalmente, llegamos a Aguas Calientes. Es un pueblo feísimo, situado a unos pocos kilómetros bajo el Machu Picchu, que sirve de descanso a quienes llegan para visitarlo al día siguiente. Allí pudimos dormir sobre un colchón y darnos, por fin, ¡la ansiada ducha con agua caliente!


A la mañana siguiente nos adentramos en ese laberinto de muros antiguos y enigmas de piedra, sumido durante siglos en el olvido y la soledad. En Machu Picchu se desbordan las preguntas que hemos ido acumulando desde que al llegar a Cuzco empezamos a recorrer el legado de los hijos del Sol. ¿Cómo construyeron semejante ciudad en un lugar tan inaccesible? ¿Cómo pulían esos tremendos bloques de piedra sin herramientas de hierro y acero? ¿Porqué la abandonaron sus habitantes? Algunas respuestas se hallan aquí, otras seguirán diluidas para siempre en la bruma vespertina que empapa las piedras de Machu Picchu.


La belleza y la grandiosidad del entorno que rodea a Machu Picchu deja sin aliento. No hay duda de que los inkas amaban la naturaleza cuando decidieron honrar aquí a sus dioses. Vista desde lo alto, la ciudadela parece sostenerse de milagro en un frágil equilibrio sobre el precipicio y, sin embargo, ha desafiado a los siglos y a la selva que intenta engullirla.


Machu Picchu es uno de esos lugares en el mundo que irradia una extraña fuerza. Uno de esos lugares en los que nuestros ancestros nos miran y nos reconocemos en ellos, en sus inquietudes, en sus sueños imposibles como el de construir una ciudad que tocara el cielo, que nos acercara a los dioses. Y es que existe una energía primigenia, telúrica, que brota libremente de la tierra en ciertos enclaves mágicos como éste construidos por el hombre: las pirámides egipcias, el Partenon, Stonehenge... Que sí, que sí, estoy de acuerdo, toda esta palabrería suena muy mística leyendo sentaditos frente al ordenador y no, no he fumado nada. ¡Pero si hubiérais estado allí pensaríais lo mismo!

10 de septiembre de 2013

Cuzco, los hijos del Sol

Para prevenir el mal de altura, o soroche, se recomienda beber mucha agua, tomar infusiones de coca y, sobre todo, tomarlo con mucha calma las primeras horas. Pues bien, aterrizamos en Cuzco, a 3.400 metros de altitud, y lo primero que hicimos fue meternos a empujones en un autobús destartalado,apretujándonos contra el resto de pasajeros y brincando a ritmo de los baches. Sobre todo tomarlo con calma. Cuando parecía imposible que cupiera alguien más en el autobús, en la siguiente parada subía media docena de cuzqueños. Tomarlo con calma, tomarlo con calma. Bajamos en la parada más próxima al hostal y volvimos a cargar las mochilas jadeando cuesta arriba. Con calma, con calma. En ese momento notamos un intenso dolor de cabeza. Y así nos recibió Perú, ¡¡con el maldito soroche!! Afortunadamente duró sólo un par de horas.


El resto del día nos limitamos a realizar una serie de trámites: comprar billetes de autobús, reservar alojamiento... Ya había anochecido cuando pudimos conocer un poco Cuzco, sin mapa y sin rumbo fijo, que ya habría tiempo para eso. En la noche cerrada de Cuzco, las sombras revelaban una bellísima ciudad castellana de amplias plazas con soportales, paredes encaladas, balcones de madera profusamente labrada e iglesias barrocas. Pero a la mañana siguiente, al apuntar el alba, por todas partes afloraban los robustos muros incaicos, tan sobrios y áusteros. Sorprendentemente, esos grandes bloques de áspera roca encajan como un rompecabezas, perfectamente pulidos y ensamblados sin argamasa. Así como los inkas arrasaron con otras civilizaciones precedentes, los españoles arrasaron con los inkas. Aún así, nuestros antepasados conquistaron la tierra, pero fueron incapaces de demoler esos fuertes muros que han sobrevivido a las conquistas y al inclemente paso del tiempo, escondidos bajo las iglesias católicas y palacios castellanos.


Tomamos un bus hacia el mercado dominical de Chinchero, con tanta suerte que coincidimos con las fiestas de la Virgen de la Almudena. El pueblo entero era un constante y alegre ir y venir de campesinos de rostros  adustos, curtidos por el sol, con sus vistosos ponchos. Los campesinos recorrían todo el pueblo alzando a la Virgen sobre un estrafalario altar de lentejuelas y purpurina. La población de los valles andinos sigue hablando el quechua y mantienen sus ritos paganos, camuflados en la liturgia católica.


Entre risas y bailes, comparsas y charangas, llegó el mediodía y comimos una buena ración de pollo frito con cebolla caramelizada en un corral habilitado como restaurante para la ocasión. Después de visitar las ruinas inkas de Chinchero, por la misma carretera nos dirigimos hacia los fabulosos bancales inkas de Moray y las salinas de Maras, uno de los paisajes más sorprendentes de la región. Sin embargo, la profusión y belleza de los yacimientos incaicos no logra ocultar la dureza de la vida a tanta altitud. El maíz y la papa son la base de la subsistencia y la población sigue apegada a los ciclos agrícolas o a trabajos arcaicos como la extracción manual de sal en las salinas de Maras.


Ayer lunes, dedicamos el día entero a patear Cuzco, la ciudad que una vez fue el centro del mundo. Todo el universo inka gravitaba en torno a esta ciudad, levantada a más de tres mil metros de altitud. Cuentan las leyendas que el primer inka recibió el encargo de Inti, dios del Sol, de encontrar el ombligo de la Tierra, llamado qosq’o en quechua, donde fundar una gran ciudad embellecida de templos y palacios. Estremece imaginar quán bella debió ser. Aprendimos esta lección de historia pateando Cuzco, empezando por la hermosa plaza de Armas y terminando en San Blas. Y al caer la tarde, nos entretuvimos un buen rato en el ajetreado mercado de San Pedro, bullicio y vitalidad a raudales.


Hoy hemos tomado un bus hacia el mercado de Pisaq, pero no nos ha entusiasmado demasiado. Es poco más que un amasijo de puestos de chucherías para turistas. De vez en cuando, alguna cholita (como se denomina popularmente a una campesina con vestimenta tradicional) se nos acercaba con una llama en brazos para pedirnos dinero por una foto. En fin, todo muy "auténtico". En menos de media hora ya hemos huido de allí hacia las ruinas inkas de Pisaq que no son espectaculares, sino lo siguiente. Esas piedras ancestrales esconden magia.


Tengo la sensación de que los inkas no murieron del todo, de que siguen viviendo bajo esos ásperos muros. La sensación de que cada piedra nos habla, nos susurra antiguas fábulas sobre el sol, la luna y el jaguar. Hoy, tal vez no queden más que ruinas, pero si aguzamos el oído aún se oye la tonalidad melancólica de una flauta andina. Sólo hay que escuchar.

5 de septiembre de 2013

¡Porque no queremos que nadie nos lo cuente!

Pensando en tantos y tantos lugares que aún no conocemos, nos hemos decidido por Perú. ¿Porqué Perú? Porque es barato, porque el ceviche está rico, porque puede recorrerse buena parte del país en poco más de dos semanas, porque los peruanos hablan nuestro mismo idioma… pero hay otros motivos. Escuchad, os leeré este fragmento de un artículo del National Geographic:
«Andes peruanos, mediodía del 24 de julio de 1911. Tres hombres escalan la cima de una quebrada despeñada y abrupta a casi tres mil metros de altura. A sus pies, el río Urubamba sigue su curso apresurado hacia el Amazonas como cualquier otro día. El corazón de uno de los expedicionarios, Hiram Bingham, un profesor de la Universidad de Yale, late a velocidad de vértigo. Sus ojos escudriñan árboles, piedras y matorrales tratando de localizar el objetivo de su dificultoso ascenso. Mientras, avanza inquieto y sudoroso por la estrecha senda abierta por su guía, un campesino lugareño que dice conocer la existencia de las ruinas. "A la sombra del pico Machu Picchu", le ha asegurado una y otra vez. Cuando llegan agotados al lugar, Bingham contempla boquiabierto el paraje que se abre ante él. De la densa maraña de maleza asoma un laberinto de bancales y muros, una inmensa ciudadela de piedra devorada por la selva y oculta al mundo durante siglos.»

¿Aún os preguntáis porqué queremos ir a Perú?