Era ya mediodía cuando, tras los engorrosos trámites aduaneros, salimos al fin del aeropuerto y la luminosidad del cielo de Nairobi nos cegó. Nos encontramos allí mismo con el resto del grupo de la agencia Kananga con el que compartiríamos nuestro safari africano. Apenas intercambiamos una tímida presentación y ya nos acomodamos en el camión descubierto que iba a ser nuestro hogar rodante las próximas semanas. Los víveres, los sacos de dormir, los utensilios de cocina, las tiendas de campaña... todo iba perfectamente encajado en pequeños habitáculos bajo nuestros asientos. Arrancó el motor y partimos hacia el lago Naivasha entusiasmados porque todo olía a aventura.
Huimos de esa luz mortecina que envolvía la caótica ciudad. A lo largo del camino, se exhibía Nairobi miserable y sórdida. A un lado y otro de la carretera devastada por los socavones, centenares de personas se arrimaban en los mercadillos improvisados en las aceras. Un ejército de camiones y coches destartalados transitaba entre bocinazos, ruido de motores caducos y humaredas negras que empañaban el aire del olor de la gasolina quemada. Caía el sol duro y hostil sobre los suburbios de chozas de latón donde nada podía esconder la miseria. Las viviendas eran construcciones bajas de chapa descolorida rematadas por techos de uralita. Detrás de las casuchas había pequeños huertos apretados entre bidones de plástico y cuerdas con ropa tendida, baldíos descampados repletos de basura y niños que jugaban al balón en las calles sin asfaltar. Esa fue nuestra primera visión de África, una puñalada de cruda realidad e incomprensible belleza.
Unos kilómetros después, los arrabales de Nairobi desaparecieron bajo el verdor de la sabana que se abría ante nosotros, entre la calima y las brumas lejanas. Era una mañana de luz acerada, de altas nubes que tapaban el sol pero de cielo luminoso. Olía a hierba húmeda y el aire era fresco y limpio. Y entonces Carmen, nuestra guía española, pronunció unas palabras que me sonaron mágicas: —¡Mirad allá, jirafas! La carretera atravesaba campos de maíz, suaves colinas y alegres riachuelos. A veces nos cruzábamos con algún grupo de babuinos o rebaños de cabras que casi impedían el paso del camión. Los avestruces se espantaban a nuestro paso y huían con el cuello erguido y las plumas levantadas. Paramos a comer en un mirador y poco después llegamos al lago Naivasha. Las aguas quietas resplandecían bajo el cielo grisáceo que a esa hora de la tarde se había cubierto de nubes. Las últimas lluvias habían desbordado el lago y los árboles de la orilla se encontraban sumergidos hasta medio tronco. Las copas estaban repletas de aves: cormoranes, pelícanos, alguna que otra águila pescador y marabús, que de vez en cuando desplegaban sus gigantescas alas para alzarse en vuelo.
Nos repartimos todo nuestro grupo en tres pequeñas barcas a motor para bordear las orillas del lago. Sobre la superficie del agua tranquila y verdosa, se distinguían los lomos oscuros de varias familias de hipopótamos. Una bandada de garzas cruzaba volando sobre la barca, dibujando una uve en el cielo. Con la brisa llegaba un aroma impreciso de humedad, estiércol y flores. Los hipopótamos apenas asomaban los ojos por la superficie, vigilando nuestros movimientos. Cada cierto tiempo, alguno lanzaba un bufido y el resto se zambullía durante unos minutos en el agua. A pocos metros de los hipopótamos, correteaba una manada de cebras, junto a algunos ñus y gacelas. Regresamos al campamento cansados y hambrientos. En el último instante, el sol asomó en un ardoroso estertor anaranjado y el horizonte, apenas un momento, pareció temblar con el pálpito de una belleza irreal.
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