17 de julio de 2015

Ngorongoro y lago Manyara, el paraíso escondido

Las primeras luces del día llegaron con vaharadas de neblina fría. Nos repartimos todo el grupo en tres 4x4, ante la dificultad de circular con el camión por la estrecha senda que bajaba hasta la llanura central del cráter. Media hora después de recoger el campamento entrábamos en el recinto del área de conservación del Ngorongoro. La niebla iba aclarándose. A la izquierda se abría un gran barranco, donde la vegetación formaba una densa e impenetrable selva. Casi podíamos tocar las nubes. Los silbidos de los pájaros levantaban un hondo eco en el espesor de la jungla. Olía a lluvia, a tierra húmeda y a hierba. El cráter había amanecido rodeado de nubes, pero la fuerza del sol era tan intensa que las traspasaba con luminosos haces de luz dorada. Era tal la belleza de aquel amanecer que el cráter parecía suspendido en el espacio y en el tiempo, cubierto por ínfimas partículas de oro que flotaban en el aire.


Llegamos a la llanura central del Ngorongoro. Los elevados murallones del cráter del volcán trepaban hacia lo alto, formando un círculo verde alrededor de la pradera. A varios cientos de metros, unos elefantes caminaban en fila india, sin prisas. Todo era libre y salvaje. Un rebaño de varios cientos de ñus rodeó nuestro coche. Nos miraban sin miedo, todo lo más alejándose con un breve trote de nuestro paso. Seguíamos y los grupos de cebras se mezclaban con los ñus. También las gacelas saltaban con agilidad delante del coche, alejándose tan sólo unos metros y deteniéndose luego para contemplarnos con sus bellos ojos asombrados. Deteníamos el coche una y otra vez para tomar fotografías. Los animales no se asustaban, ni siquiera las avestruces huían a nuestro paso, pero todos expresaban su desprecio al turista invasor de la misma forma: cada vez que enfocábamos la cámara, el ñu, la cebra, el avestruz o la gacela de turno se daba la vuelta y nos mostraba el trasero.


La llanura del cráter del Ngorongoro se tendía delante, hermosa y colosal, cubierta por la suavidad de la hierba. A lo lejos, vimos unas leonas agazapadas en posición de ataque, rígidas y atentas a cualquier movimiento del solitario ñu que estaban acechando. Podía palparse la tensión del momento. Desde el coche esperábamos con expectación, cámaras y teleobjetivos preparados, ese extraordinario momento en que el gran depredador se abalanza sobre su presa. De repente, una de las leonas bostezó y se dio media vuelta seguida de las demás. A los pocos segundos ya estaban de nuevo perezosamente tumbadas sobre la hierba. Nos adentramos en el cráter y apareció una manada de unos treinta búfalos. El conductor detuvo el coche. La manada se quedó quieta y los búfalos volvieron la mirada hacia nosotros. Los más próximos alzaban la cola, alertaban las orejas y erguían la cabeza. Algunos dejaron escapar un bufido, tal vez una forma de advertencia. Nos observaban sin miedo. Miré al más cercano de todos ellos. Su mirada era intensa y valiente. No eludía mis ojos.


Paramos a merendar junto a una laguna cercana, en la que chapoteaban unos hipopótamos bajo la atenta mirada de un cocodrilo sumergido en el agua casi por completo. Mientras, una bandada de flamencos sobrevolaba la laguna. Poco después, de nuevo en la pista, vimos un rinoceronte que, de no ser por la ayuda de unos prismáticos, hubiera pasado desapercibido en la lejanía. Pastaba tranquilamente, ajeno a todos nosotros, y de vez en cuando, erguía la cabeza alzando su gran cuerno. Pero pese a su temible aspecto, me infundía lástima. El riesgo de extinción de la especie es enorme a causa de la caza furtiva, apenas quedan unos cuantos miles en todo África. Son incalculables los animales que han muerto en África por los disparos del hombre blanco, es probable que hayan sido millones. Hoy, paradójicamente, sólo es el turismo del hombre blanco lo que puede salvarlos. Las grandes cantidades de dinero que provienen de turistas ansiosos por ver animales en libertad impulsan la lenta, y esperemos que inexorable, recuperación de la fauna africana.


Subiendo por la estrecha carretera, al abandonar el recinto del Ngorongoro, una familia de elefantes oculta por el espesor de la arboleda se encaramaba hacia el borde del cráter, muy cerca del lugar donde habíamos acampado durante la noche anterior. Al detener el coche y retroceder unos metros para verlos mejor, casi atropellamos un búfalo que descansaba tumbado al borde de la carretera. Al descubrir el búfalo medio cubierto por la maleza enseguida gritamos al conductor para que frenara. Sin embargo, el búfalo ni se inmutó. Ningún animal se asusta del hombre en Ngorongoro, tal vez, porque no nos conocen lo suficiente. Si conocieran la verdadera naturaleza humana huirían despavoridos.


De camino a Mto Wa Mbu, el animado pueblo donde pasamos nuestra última noche de campamento, empezamos a ver algunos gigantescos baobabs de troncos nudosos exageradamente gruesos y de robustas ramas torturadas. Es el más extraño y hermoso árbol africano. Precísamente en torno a un baobab, en Mto Wa Mbu había un mercado de artesanía para turistas que desembocaba en otro pequeño mercado de frutas y verduras. Aprovechamos para tomar unas cuantas fotografías a unos tenderos que posaron encantados y al punto se enrollaron a preguntas: de dónde vienes, adonde vas… Eran simpáticos. Uno de ellos, al responder que veníamos de España, recitó toda la alineación del Barça. Luego canturreó Macarena, en un español incomprensible, mientras el otro palmeaba siguiendo el ritmo.


Faltaban al menos tres horas para anochecer, así que las aprovechamos para alquilar unas bicicletas y llegar pedaleando hasta el lago Manyara. El cielo amenazaba con un buen chubasco que finalmente se redujo a unas cuantas gotas. Las aguas del lago estaban tan calmadas que reflejaban el cielo gris como un espejo plateado. Una línea de color rosa en el horizonte rompía la monotonía de grises. Eran cientos de flamencos que caminaban suavemente rozando apenas la superficie del agua. El color rosáceo del plumaje se agudizaba con la luz del sol y su reflejo en el agua volvía también rosa la laguna. Tanto la ida como la vuelta fueron muy divertidas. Atravesamos con las bicicletas campos de maíz y bananos por senderos cubiertos de fango y pedruscos. A nuestro paso, mucha gente nos saludaba sonriente —Hello mzungu! Los niños corrían alborotados detrás de nuestras bicis o jugaban a esconderse, luego nos gritaban mzungu y si parábamos a saludarles o a intentar hacerles una foto, huían riendo. Al llegar a la única calle asfaltada de Mto Wa Mbu, adelantó a nuestras bicis un abarrotado matatu y los pasajeros asomaron sus rostros curiosos desde la ventanilla para observarnos. Paramos en un cafetucho del pueblo donde nos habían recomendado probar la popular cerveza de plátano que nos sirvieron a temperatura ambiente. Era tan espesa y agria que sólo fuimos capaces de tragar un sorbo pero al menos nos reímos un rato viendo la expectación que causamos.


La persecución de un sueño mítico, como en este caso el cráter del Ngorongoro, siempre supone un cierto grado de ingenuidad y, a veces, de decepción. Lo cierto es que esperábamos encontrar muchos más animales en Ngorongoro, pero nada puede parecerse nunca a lo imaginado. El mundo ha cambiado, nada es como fue ni como lo imaginábamos de niños. África no volverá a ser nunca aquella tierra inexplorada. En las grandes extensiones de la sabana, los cazadores furtivos han dejado inmensos charcos de sangre donde antes pastaban los rinocerontes. Al pie del Kilimanjaro hay una valla publicitaria de cocacola y muchos masais, antaño fieros guerreros, reclaman dinero por dejarse fotografiar. El planeta entero ha entrado en un proceso irreversible de uniformidad. Me pregunto si la aventura existe todavía en esta aldea global en que ha llegado a convertirse el mundo, si aún es posible soñar. Y la respuesta es siempre sí.
«Porque viajar no es un empeño en busca de lo imaginado, no es la persecución de algo que uno quiere ver, cerrando los ojos a todo lo demás. El viaje es para aquellos que no saben muy bien hacia dónde se dirigen ni conocen con exactitud lo que buscan. Es para los que intuyen que encontrar no es lo importante y que cumplir un sueño puede ser, sobretodo, darse de bruces con la aventura.»
(Javier Reverte)

1 comentario :

Marga dijo...

Quina passada de fotos i d'històries!