Con la misma curiosidad que tenía la primera vez que preparé la mochila para ver mundo, esta vez hice una escapadita cercana, a tan sólo una hora de avión desde casa: Asturias, no podía tenerla más cerca. Ahora, a mi regreso, me sobran motivos para volver cuanto antes. Recién aterrizados en Oviedo, callejeamos entre antiguas reliquias de la que antaño fuera capital regia y vetusta del reino astur. Nos recibió un aire húmedo y helado, disfrazado de estío. Comentamos con la recepcionista del hotel lo frescas que nos parecían aquellas temperaturas. –El cielo siempre suele estar gris pero ya ves que hoy hace calor. ¡Así es Asturias! –respondió la recepcionista. ¡Calor! Desde luego, nosotros no notábamos ningún calor abrigados con chaqueta en pleno julio. Nos encaminamos a Santa María del Naranco y la cercana San Miguel de Lillo, dos viejas iglesias prerrománicas situadas en las afueras de Oviedo. Su austera belleza, algo tosca, sobresalía armónicamente entre el verdor que las rodeaba. Poco después partimos hacia Cangas de Onís, la puerta de entrada a Picos de Europa. El puente romano que cruza el rio Sella es imponente y aún conserva intacta su estructura de piedra desde la época medieval.
La niebla aún cubría las puntiagudas torres del Santuario de Covadonga cuando llegamos a primera hora de la mañana. Por momentos, la niebla se abría y nos mostraba las grandes y erosionadas formaciones de roca caliza que custodiaban el santuario en torno al valle. Entonces, durante algunos instantes, el santuario parecía emerger de un silencioso y profundo sueño. Pero a los pocos segundos, volvía a espesarse la niebla, densa y blanquecina. Y allí, en el interior de una pequeña cueva, estaba La Santina, la Virgencita de Covadonga, tan profundamente arraigada en el corazón de los asturianos. Nos acercamos a los lagos de Covadonga, a unos pocos kilómetros del santuario. La niebla empezó a disiparse al comenzar la caminata hasta la Porra de Enol y, poco a poco, se retiró el pálido velo que ocultaba aquellos lagos de aguas profundas y oscuras. En las orillas, pastaban centenares de vacas en las suaves praderas de hierba fresca.
Despertamos a la mañana siguiente maldiciendo nuestra suerte, pues teníamos previsto realizar la ruta del Cares entre los pueblecitos de Poncebos y Caín, pero el día amaneció envuelto en niebla. Recordé a la recepcionista del hotel de Oviedo: –¡Así es Asturias!. Pero al poco de calzarnos las botas e iniciar la caminata de la ruta del Cares, el sol empezó a asomarse tímidamente. Al final, recorrimos durante una mañana soleada y radiante el desfiladero que sigue al rio por una de las rutas de senderismo más bellas que recuerdo. Tras haber almorzado una sabrosa trucha fresca en un restaurante de Caín, nos recogió un 4x4 que contratamos el día anterior. El conductor era un chico muy joven oriundo de Sotres, una aldea cercana. Después de un arduo trayecto por una estrecha carretera, pasamos por Fuente dé, continuamos hacia Espinama, y a partir de allí comenzó el ascenso en 4x4 al corazón de los Picos de Europa. La carretera trepaba entre los cerros, pedregosos y desprovistos de árboles, a ratos ocultos por la niebla húmeda y espesa que cubría el cielo.
Arriba, en el vasto y solitario páramo que rodeaba a la ermita de la Santuca de Áliva, pastaban las vacas. Varias manadas de caballos trotaban sin miedo alguno sobre el verdor de aquellas praderas, flanqueadas por las abruptas siluetas de las montañas. Por la ventanilla del coche entraba un aire frio que olía a hierba. Bajo la llovizna, una yegua airosa galopaba con brío, salvaje y libre, seguida del trote torpón de sus potrillos. Las cimas rocosas y casi siempre nevadas de los Picos de Europa se perfilaban en la lejanía. Al poco rato, circulábamos por una carretera tan estrecha que parecía que el coche se encogía. La pista se abría al precipicio por ambos lados y un viento atroz sacudía el coche. Lo cierto es que sentí algo de miedo. Comenzó el descenso y al cabo de unos kilómetros el prado se convirtió en un hayedo a la altura de los invernales de Igüedri, unas antiquísimas casas usadas como refugio de ganado durante los largos inviernos. El chaval que conducía el 4x4 arrimó el coche a un lado de la carretera, junto a una de las casas, y empezó a nombrarnos, una a una, a todas sus vaquines. ¡Era su casa! Durante la temporada baja, cuando las nieves ahuyentan a los turistas de Picos de Europa, se dedicaba al pastoreo. El día culminó con una copiosa cena de cabrito a la sidra en un restaurante de Asiegu, junto a un mirador del Naranjo de Bulnes. La tarde moría y su luz mortecina era apenas el débil reflejo de lo que había sido el gran día que allí terminaba.
Arriba, en el vasto y solitario páramo que rodeaba a la ermita de la Santuca de Áliva, pastaban las vacas. Varias manadas de caballos trotaban sin miedo alguno sobre el verdor de aquellas praderas, flanqueadas por las abruptas siluetas de las montañas. Por la ventanilla del coche entraba un aire frio que olía a hierba. Bajo la llovizna, una yegua airosa galopaba con brío, salvaje y libre, seguida del trote torpón de sus potrillos. Las cimas rocosas y casi siempre nevadas de los Picos de Europa se perfilaban en la lejanía. Al poco rato, circulábamos por una carretera tan estrecha que parecía que el coche se encogía. La pista se abría al precipicio por ambos lados y un viento atroz sacudía el coche. Lo cierto es que sentí algo de miedo. Comenzó el descenso y al cabo de unos kilómetros el prado se convirtió en un hayedo a la altura de los invernales de Igüedri, unas antiquísimas casas usadas como refugio de ganado durante los largos inviernos. El chaval que conducía el 4x4 arrimó el coche a un lado de la carretera, junto a una de las casas, y empezó a nombrarnos, una a una, a todas sus vaquines. ¡Era su casa! Durante la temporada baja, cuando las nieves ahuyentan a los turistas de Picos de Europa, se dedicaba al pastoreo. El día culminó con una copiosa cena de cabrito a la sidra en un restaurante de Asiegu, junto a un mirador del Naranjo de Bulnes. La tarde moría y su luz mortecina era apenas el débil reflejo de lo que había sido el gran día que allí terminaba.
Bajo el cielo encapotado y gris, al día siguiente emprendimos la marcha hacia la costa. El paisaje se mantuvo monótono hasta alcanzar Ribadesella: praderas verdes, ocasionales riachuelos de aguas oscuras, pequeños caseríos y orondas vacas. Al llegar, el sol ya había vencido sobre las nubes y la luz acerada del verano cantábrico alumbraba el puerto. El aire arrastraba olor a algas marinas y un oleaje brioso golpeaba constantemente la arriscada costa. En Llanes, el sol volvió a esconderse y comenzó a lloviznar. Decidimos resguardarnos de la lluvia en un restaurante, comiendo unas zamburiñas y un buen chuletón aderezado con un culín de sidra. ¿Qué otra cosa mejor puede hacerse en Asturias un día lluvioso?
A un corto paseo andando desde el puerto encontramos la playa de Toró, repleta de pequeñas y retorcidas formaciones rocosas esparcidas a lo largo de la playa. La bajamar le daba un extraño aspecto de desierto lunar cincelado por las olas. De regreso a Ribadesella dejamos atrás la bella ensenada de Niembru y el arco rocoso de la playa de San Antolín. Allí mismo aparcamos el coche, en un lateral de la carretera costera, atraídos por el dorado atardecer que prometían aquellas nubes. Con la marea baja de la tarde, la playa se tendía en una ancha lengua blanca de fina arena que, al fondo, empapada por el mar, reflejaba el cielo. Olía a océano. La bajamar había dejado extendidas delgadas líneas oscuras de algas y sargazos sobre la arena, y las gaviotas revoloteaban buscando alguna chirla arrastrada por las olas. El sol estaba bajo y cubría de oro la línea del horizonte. Asturias ya me había dejado una honda huella.
A un corto paseo andando desde el puerto encontramos la playa de Toró, repleta de pequeñas y retorcidas formaciones rocosas esparcidas a lo largo de la playa. La bajamar le daba un extraño aspecto de desierto lunar cincelado por las olas. De regreso a Ribadesella dejamos atrás la bella ensenada de Niembru y el arco rocoso de la playa de San Antolín. Allí mismo aparcamos el coche, en un lateral de la carretera costera, atraídos por el dorado atardecer que prometían aquellas nubes. Con la marea baja de la tarde, la playa se tendía en una ancha lengua blanca de fina arena que, al fondo, empapada por el mar, reflejaba el cielo. Olía a océano. La bajamar había dejado extendidas delgadas líneas oscuras de algas y sargazos sobre la arena, y las gaviotas revoloteaban buscando alguna chirla arrastrada por las olas. El sol estaba bajo y cubría de oro la línea del horizonte. Asturias ya me había dejado una honda huella.
Sin rastro de nubes, amaneció el día siguiente en Lastres. El cielo matutino era claro y espacioso, y el mar, sosegado, chispeaba con el brillo metálico del sol. ¡Incluso hacía calor! Nos acercamos al faro, a unos pocos kilómetros de Lastres. Poco antes de llegar, el vuelo de las gaviotas anunciaba la proximidad del mar y ya se avistaba en la lejanía el espumoso y brillante oleaje del Cantábrico. Nos detuvimos en Gijón para almorzar y, tras un breve paseo por el puerto, continuamos hacia Cudillero. Cientos de gaviotas graznaban estrepitosamente sobre los pescadores, que recogían las redes tendidas sobre el muelle. La suavidad de la luz cantábrica empalidecía aquella tarde las coloridas casas. El pueblo se erguía sobre las empinadas laderas de los montes que lo rodean, escalonado hacia arriba, como si fuera un gran anfiteatro desde el que contemplar el mar embravecido.
–¡Así es Asturias! –nos había advertido aquella recepcionista de Oviedo. La mañana siguiente amaneció hosca. La niebla era espesa y envolvente, y el cielo tan gris que apagaba los colores del mundo. Además, llovía sin parar. ¡Así es Asturias! Para asentar la cena de cachopo asturiano de la noche anterior, nada mejor que un paseo. Y mejor si es bajo la lluvia. De modo que, encapuchados y encogidos bajo el chubasquero, salimos a recorrer el puerto de Luarca. Decenas de coloridos barcos de arrastre se mecían en la rada con la marea alta en día de mar brava. El aire era salitroso y frio. La lluvia remitió y, en ocasiones, asomaba la débil lumbre del sol asturiano con una timidez sombría, como si temiera la presencia de las nubes. No teníamos ninguna prisa por partir, pero los billetes de avión indicaban lo contrario. Así pues, tomamos la carretera rumbo al aeropuerto. Nos sentíamos felices de percibir ese aire rural que emana de Asturias a todas horas: ver a alguien que al pasar por una aldea para su coche y baja la ventanilla para charlar con un conocido; cruzar praderas recién segadas, con la hierba recogida en grandes fardos cilíndricos; el olor a heno que entra por la ventanilla del coche; el tintineo de los cencerros de las vaquines pastando... Al fondo, más allá de los bosques de hayas y abedules, las sombras inciertas de los Picos de Europa se escondían tras la bruma. Imaginé esos inviernos helados del norte, mientras ruge el viento y bate la lluvia. La dureza invernal contrasta con la dulzura de las gaitas. Así es Asturias. En esta tierra se fusionan las viejas leyendas celtas y los caminos de hierba mojada, la roca y el viento, el mar y dulces melodías de gaitas. Una combinación que conmueve el alma.
4 comentarios :
S'ha fet de pregar però ha valgut la pena!
M'agrada que t'agradi :)
Como siempre, un placer viajar contigo :)
El placer es mío! :))
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