26 de mayo de 2019

Highlands, el reino de la niebla

Oía la melodía de una gaita y enseguida entornaba los ojos. Me imaginaba asomada a las murallas de un legendario castillo ante un brumoso atardecer. ¿Quién no ha soñado alguna vez con viajar a Escocia? Luego, mis pensamientos se volvían más atrevidos y me imaginaba a lo Braveheart, con el viento agitando mi cabello y cabalgando por una ladera... “Mamiii, quero gayeya, más, más.”... Cuando se viaja con un bebé no hay tiempo para ensoñaciones. Al menos, las tres horas de vuelo transcurrieron sin rabietas ni llantos. “Bueno, arranquemos el coche recién alquilado... hummm... ¡pero si el volante está a la izquierda!” Primera rotonda a la salida del aeropuerto: “Se supone que no debemos entrar por el carril de la derecha, ¿verdad? ¡Ahora un cruce, concentrémonos!”. Con calma, con mucha calma, a menos de cuarenta por hora. Mientras tanto se iba formando una cola de coches tras el nuestro tocando el claxon e impacientes por adelantar. Y así llegamos a Stirling, como quien llega a la meta después de una gymkana.


Amaneció el día siguiente en Stirling sin rastro de nubes. El cielo matutino era claro y espacioso, el sol brillaba. ¡Incluso hacía calor! Dudamos de que realmente estuviéramos en Escocia. El castillo de Stirling se alza sobre una colina dominando la ciudad. Su aspecto es imponente, casi tanto como la torre construida en honor a William Wallace que a unos cuantos kilómetros de distancia se yergue junto al río. Horas después aprovechamos la siesta de Aina para marchar hacia Stonehaven. Durante el trayecto en coche cayeron unas pocas gotitas. Ahora ya no había dudas, ¡estábamos en Escocia! La suavidad de la luz empalidecía aquella tarde las barquitas amarradas en el puerto. Un par de pescadores recogían las redes tendidas sobre el muelle mientras unas gaviotas graznaban estrepitosamente sobre ellos. Aunque pronto prefirieron revolotear sobre Aina, entretenida en echarles migajas de pan. Preguntamos en la única taberna del puerto cómo llegar al castillo de Dunnottar. Un orondo camarero nos indicó un pequeño sendero de tierra que salía a la derecha bordeando la costa. Le preguntamos también si creía que iba a llover. –Estás en Escocia. Si no te gusta el tiempo, espera cinco minutos. ¡Nunca se sabe! –respondió con una risotada mientras nos servía unos fish and chips con una pinta de cerveza negra.


La suerte nos sonrió a la mañana siguiente. Aunque el día amaneció envuelto en niebla, recordé al camarero de la tarde anterior: –¡Nunca se sabe! Al poco de calzarnos las botas e iniciar la caminata, el sol empezó a asomarse tímidamente hasta vencer las nubes y alumbrar el puerto con la luz acerada del Atlántico. Seguimos el sendero y poco a poco perdimos el pueblo de vista. El aire arrastraba olor a algas marinas y un oleaje brioso golpeaba constantemente la arriscada costa. Verdes praderas surgían de un horizonte infinito y se perdían en los acantilados, donde el agua y el viento golpeaban contra sí mismos. Un par de conejitos salieron de su madriguera y cruzaron por delante de Aina, que se divertía arrancando florecillas silvestres. Tras unos pocos kilómetros, apareció ante nosotros una imagen lejana, indescifrable, envuelta aún en brumas matutinas, pero a medida que caminábamos hacía ella se volvía más nítida. De una enorme roca, nacida de las tripas del océano, sobresalía el castillo de Dunnottar, el ruinoso vigía que en tiempos vikingos fuera la inexpugnable fortaleza del Mar del Norte. Bajamos por unas estrechas escalinatas que comunicaban el peñón con una playa pedregosa y oscura, rodeada de escarpadas rocas cinceladas por el mar. Olía a océano. La bajamar había extendido sobre la arena sargazos y algas negras. Las gaviotas revoloteaban buscando alguna chirla arrastrada por las olas. El mar chispeaba con el brillo metálico del sol. Pero ya lo dijo el camarero: –¡Nunca se sabe! Media hora después tuvimos que sacar los chubasqueros. Aina, que durante toda la mañana apenas quiso apearse de la mochila portabebés, de repente se empeñó en caminar. Y así regresamos a Stoneheaven, andando sin prisa bajo la lluvia, que caía con finura e insistencia, hasta ponernos a resguardo con una sopita de esas que con tanto esmero cocinan los británicos.


Existen más de quince expresiones para definir los diferentes tipos de lluvia en Escocia y creo que durante el trayecto hacia Inverness los pudimos ver todos. De camino, paramos en Elgin para descansar y ver bajo el paraguas el esqueleto de su catedral. El paisaje se mantenía monótono: praderas verdes, ocasionales riachuelos de aguas oscuras, campos salpicados de flores y vacas. Apenas una hora después alcanzamos Inverness, donde nos recibió un aire húmedo y helado disfrazado de estío. Nos hospedamos en un pequeño bed & breakfast próximo a la calle principal del pueblo. Abrió la puerta sa madona con una sonrisa radiante que se le congeló en la cara nada más bajar la mirada para ver a Aina. Parecía horrorizada y al entrar supe porqué. Era la típica casa de huéspedes estilo british enmoquetada incluso en el baño, con su papel pintado estampado de flores, cuadros bordados de gatitos adorables, tapetes de puntilla y encaje por todos los rincones y, por supuesto, infinidad de figuritas de porcelana, cuidadosamente colocadas sobre diminutas estanterías de cristal. La casa perfecta para un terremotillo de casi dos años.


La niebla aún cubría el lago Ness en torno a las ruinas del castillo Urquhart cuando llegamos a la mañana siguiente. Por momentos, la niebla se abría y nos mostraba aquella vasta extensión de aguas oscuras en violento reposo. Entonces, durante algunos instantes, el castillo parecía emerger de un silencioso y profundo sueño. Pero a los pocos segundos, volvía a espesarse la niebla, densa y blanquecina. Decidimos almorzar en un merendero a orillas del lago, cerca de la entrada del castillo, sobre una suave y mullida pradera. Junto a un pequeño velero amarrado, unos patos se afanaban en picotear los restos de sandwich que les echaba Aina. Mientras tanto, una ardilla los contemplaba encaramada a la rama de un árbol, esperando su turno para recoger las migajas. Una estampa idílica si no fuera porque nada más sentarnos empezó a llover y ya no paró durante el resto del día.


Bajo el cielo encapotado y gris, regresamos a Inverness. Recorrimos las calles principales del pueblo, su iglesia protestante, su castillo, sus fachadas con entramados de vigas de madera y sus mil reclamos para turistas sobre el monstruo del lago Ness en forma de camisetas, tazas o imán para la nevera. Pedimos una pizza gigante para llevar y subimos a la habitación para jugar, bailar y leer cuentos. ¿Hay algún plan mejor para una tarde lluviosa en Inverness con un bichillo de casi dos años? Más tarde, Aina ya dormía plácidamente y afuera seguía lloviendo. La cadencia de la pertinaz lluvia golpeando contra el cristal de la ventana me sumió en un profundo sueño. Bajaba descalza por la pendiente de una ladera. Había llovido y aún titilaba el brillo de las gotas. La hierba me mojaba los pies y me gustaba esa sensación. Escocia ya me había dejado una honda huella.
«Soy William Walace, y el resto quedáis perdonados. Volved a Inglaterra y decidles a todos que los hijos y las hijas de Escocia ya no son vuestros. Decidles que Escocia es libre.» (Braveheart)

No hay comentarios :