Naxos, como aquella canción de Serrat

Porque yo nací en el mediterráneo, cantaba Serrat, y porque también somos hijos del mediterráneo nos hemos sentido como en casa en Naxos. Sus cielos son hondos, sus aguas quietas y verdes, el olor a pinar inunda la costa y el monótono guitarreo de las cigarras parece vagar por una eternidad somnolienta. En poco menos de tres horas de travesía desde Santorini, desembarcamos en esta pequeña isla, un poco menor que Ibiza y prácticamente deshabitada. Al llegar alquilamos una scooter y durante tres días hemos recorrido en moto sus parajes áridos y solitarios, con el viento azotándonos la cara y una liviana sensación de felicidad.

Curiosamente, durante nuestra estancia en Naxos hemos recordado a sa nostra estimada roqueta más que nunca, a la Mallorca que pudo haber sido: largas playas de agua cristalina resguardadas por dunas y pinares. En algunas zonas turísticas hay hotelitos, por supuesto, ¿Dónde sino iban a dormir los turistas? Pero se trata de construcciones bajas accesibles por caminos de tierra, armónicas con el paisaje que las rodea y con la arquitectura típica de las islas Cícladas. Turismo sostenible.

En Naxos es más palpable la vida rural de las aldeas que en Santorini, mucho más orientado al turismo. Los griegos, tan propensos a la charla alegre y a la risotada, nos han hecho pasar momentos muy divertidos. Especialmente uno, mientras estábamos sentados en la taberna de un pueblo llamado Kouronos y pasó a nuestro lado rozándonos un burro con las alforjas cagadas. ¡Casi nos tira de la silla! El pueblo más grande de Naxos, donde está el puerto y la pensión en la que nos hemos hospedado, es Khora. Como habíamos alquilado la moto por dos días, hemos aprovechado para ver el resto de la isla y hasta hoy no hemos visitado Khora con luz diurna, aunque cada noche hemos cenado en las tabernas del puerto deliciosos platos como keftedes (carne de cordero rebozada con menta y comino).

Ayer noche, después de cenar nos adentramos en los laberínticos callejones de Khora hasta subir al pequeño castillo medieval que domina el pueblo. A medida que subíamos, podíamos oír cada vez con mayor claridad la música de un violín y un bouzouki (típico instrumento griego), sin saber de dónde provenía. Al fin, topamos con unos músicos tocando en un torreón de la muralla que da al mar, con unos cuantos gatos por espectadores e iluminados por la pálida y tenue luz de la luna llena. Eso nos pareció muy romántico. También resultó muy romántico el atardecer de ese mismo día. Vimos ponerse el sol tras la puerta del templo de Apolo, una estampa muy típica de Naxos y uno de tus atardeceres rojos a los que se acostumbraron mis ojos, como también cantaba Serrat.

Después de la avalancha de estímulos para los sentidos que supuso Santorini, nos costó un poco cogerle el pulso a Naxos. Pero sentados frente al mar en la mesa de un pequeño restaurante bajo la sombra de una higuera, rodeados de secarral y acunados por el canto de las cigarras, respiramos belleza serena y sencilla.