Llegar hasta aquí nos llevó casi un día y medio entre aviones y aeropuertos, durmiendo a ratos en el asiento del avión o en el suelo del aeropuerto. Cuando al fin llegamos a nuestro hostal en Yogjakarta eran las ocho de la mañana. Subimos a nuestra habitación para descargar las mochilas y darnos una buena ducha. Después, teníamos la intención de echar una cabezadita, pero en lugar de eso salimos a la calle. En fin, no tenemos remedio. Ya desistimos de luchar contra ese cosquilleo de curiosidad viajera que te recorre el cuerpo al saber que has llegado a un nuevo lugar.
Paseamos sin rumbo por los estrechos callejones del kraton, la ciudad amurallada, rendidos a sus encantos desconchados y a los rincones de colores imposibles de una ciudad que se negó a serlo. Porque Yogja es una ciudad que, aún siéndolo, se resistió a dejar de ser un pueblo. A pesar de su gran tamaño, a pesar del frenesí de motos que invade sus calles regido por los caóticos códigos de circulación asiáticos. Yogjakarta es un pueblo que quedó atrapado entre las ruinosas glorias del pasado y los fracasados intentos de modernidad. Nos encantó el desparpajo de las calles que corren tras los toscos muros encalados de viejos palacios, donde se sientan las señoras a parlotear y los niños corretean detrás nuestro. Y entre la humareda que sale de las cocinas, los corrales donde cacarean las gallinas y la colada tendida en los patios, aparecen las ruinas de otros tiempos, las paredes destartaladas de antiguas mansiones palaciegas, de donde ahora los vecinos cuelgan con descaro sus enseres domésticos y jaulas de pájaros.
Y así, de pronto, apareció el Tamansari, los baños del sultán. Unas sencillas y escuetas tapias encaladas, rematadas con alguna que otra escultura mitológica. El Tamansari, aún siendo una sombra de lo que debió ser, sigue siendo un canto a los sentidos y al placer, al murmullo del agua, al olor de flores exóticas y raros inciensos. Un canto a la sensualidad de los cuerpos desnudos chapoteando en las albercas a la luz del sol o en las noches de luna llena.
Dos días después de nuestra llegada a Yogja, ya estábamos instalados en medio de esa cotidianidad del viajero que se siente a gusto en un lugar, aún sabiendo que allí es un ente extraño. Entonces visitamos los templos de Borobudur y Prambanan. En realidad, Borobudur no es un templo, sino un gigantesco mandala budista de piedra, es decir, un mapa del universo cósmico y de la mente humana. Más de mil años después de su construcción sigue allí, erguido sobre tierra volcánica y rodeado de jungla. Llegamos al amanecer nada más abrir sus puertas para evitar aglomeraciones, y aún así, nos encontramos con decenas de turistas que habían tenido la misma idea. Pero cualquier madrugón merece la pena por deambular por sus terrazas al amanecer, perder la mirada en sus paisajes lejanos y en los centenares de esculturas budistas de este inmenso mandala de piedra.
Llegó el mediodía y llegó también el hambre, así que encomendamos nuestras almas a todos los santos y tomamos un becak (vehículo motorizado de dos ruedas similar al ricksaw indio o al tuktuk tailandés) que se adentró velozmente en el infernal caos circulatorio para llevarnos a nuestro hostal. Comimos un par de suculentos mei goreng por cuatro euros, cervezas incluidas, y después pillamos un bus que nos acercó hasta Prambanan por el equivalente a diez céntimos el billete. Nada como mochilear por el sudeste asiático si uno anda escaso de dinero.
El autobús nos dejó en Prambanan a última hora de la tarde, la luz irradiaba belleza y envolvía los templos en una atmósfera antigua y remota. Las torres se alzaban al cielo y parecían expandirse a medida que nos acercábamos para prestar atención a sus muros esculpidos. Poco a poco, los últimos rayos de sol sumieron en la sombra este sagrado lugar, hecho de piedra y de silencio.
1 comentario :
Sembla molt interesant. Disfrutau!
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