Pasaban los días y África tiraba de mí con una fuerza a la que no podía oponerme. Era aún de noche cuando abandonamos la isla Takawiri en el lago Victoria. La misma barcaza que nos había llevado hasta allí un par de días atrás nos llevó de nuevo hasta el pequeño muelle, donde nos recogió el camión. Navegamos bajo la luna llena que flotaba aún en el cielo, inmensa y brillante. Las aguas del lago chispeaban luz plateada, como las luciérnagas que revoloteaban por el campamento unas horas antes. Poco después cruzamos la frontera tanzana mucho más rápidamente de lo esperado. Apenas hicimos cola para sellar los pasaportes. Encontramos un buen cambio de divisas y los funcionarios de aduana no hicieron ningún tipo de registro del camión que hubiera retrasado la marcha, algo bastante habitual según nos dijeron, al igual que el pago a algún funcionario corrupto. A mediodía paramos a comer en uno de los accesos a Serengeti. Comimos a toda prisa, no sólo por las ansias de entrar en la reserva sino también porque no logramos espantar a la familia de babuinos que intentaba hacerse con los restos de comida.
Serengeti. El sol endurecía los colores de la tierra fulminando la calima, bajo el intenso cielo azul y las grandes nubes viajeras. El aire era libre y fresco, y el horizonte, bajo la luz del sol cegador, se volvía azul y acuoso. Y sin darnos cuenta, la migración de los ñus nos rodeaba. Mgweno, el conductor, detuvo el camión y apagó el motor. Oíamos los mugidos hoscos de los ñus y el galope de las cebras. Eran cientos de animales por todos lados, y no sólo ñus y cebras, sino también antílopes, gacelas, impalas... largas filas desordenadas de animales en marcha cubrían el horizonte. Las nubes iban cambiando los colores de la tierra, del verde al pardo, del pardo al amarillo. Y a lo lejos, se alzaban polvaredas de otras manadas marchando. El corazón de África latía con fuerza en Serengeti.
Ya estábamos llegando al lugar donde acampar cuando nos topamos con una leona que dormitaba desde la altura de un kopi (montículo rocoso propio de la región). En una charca bajo el kopi asomaban por la superficie los lomos de los hipopótamos y las narices de los cocodrilos. El sol moribundo comenzaba a enrojecer el cielo. Acampamos después de una larga jornada, cubiertos de polvo y alegres. Mientras pelaban patatas para la cena, Goodluck y Stephano, los dos ayudantes de Simon, rivalizaron en imitar las hienas y enseguida también aprendimos a hacerlo los demás entre risas. Cenamos a la luz de la hoguera, bajo el peso de diez millones de estrellas que brillaban sobre nosotros, y brindamos con un licor tanzano llamado konyagi a la salud de aquella noche estrellada.
Esa noche dormí poco. Primero sopló el viento con fuerza agitando los árboles. No se oía otro rumor. Luego escuché los pasos de un animal cerca de la tienda. Siguió el rumor del viento y yo entré en un candoroso duermevela. Los gritos histéricos de una hiena me despertaron más tarde. Aún era de noche cuando bajé la cremallera de la tienda y salí con la linterna encendida. Una hiena miraba hacia mí a pocos metros de distancia en el centro del haz luminoso que trazaba la linterna. Sus ojos encendidos no parecían temer la llamarada de luz. Luego se alejó hasta perderse en la noche y a los pocos minutos empezó a clarear el cielo.
Durante todo el día siguiente, de sol a sol, recorrimos aquellas infinitas llanuras. A primera hora de la mañana cruzó la pista ante nosotros una familia bastante numerosa de jirafas y luego un elefante viejo. Marchaba con pesadumbre, arrastrando su corpachón con aire cansino. Nos acercamos más. Tenía un colmillo roto y sus ojillos nos miraban desconfiados. Se detuvo un par de minutos en los que aprovechamos para fotografiarle, tan entusiasmados por su proximidad que ni por asomo recordamos que era un animal salvaje y poderosamente fuerte. De súbito, el elefante dio unos pasos atrás, alzó la trompa y con un movimiento ágil y veloz que no supimos prever hizo ademán de embestir al camión. Mgweno arrancó rápidamente y consiguió esquivarle por muy poco. Pasado el susto, nos miramos unos a otros suspirando de alivio y riendo, pues nuestras caras de espanto resultaban bastante cómicas. Nos habíamos quedado boquiabiertos, apenas habíamos tenido tiempo de dar un respingo.
Seguimos avanzando por las pistas de tierra. Al rato nos encontramos con una manada de leones a la sombra de una acacia. Eran varias hembras con sus crías y por delante del camión pasó un joven león que nos echó de soslayo una mirada desdeñosa. Cruzamos el río y en la orilla contraria una familia de elefantes se acercaba a beber. Un cocodrilo abrió su bocaza, mostró las hileras de aterradores dientes y después de dar un coletazo se arrojó al agua. Sus ojos asomaron luego por la superficie atento a nuestro paso. Más tarde, otra manada de leones observaban con desgana las largas filas cansinas de ñus y cebras que marchaban aquí y allá. Tal vez escogían su merienda.
Algo parecido a una cuerda amarilla se balanceaba colgado de la rama de un acacia. Era la cola de un leopardo que, desde la altura del árbol, nos contemplaba de cuando en cuando con cierto desdén. Otras manada de leones sesteaban cerca de una charca junto a un hipopótamo solitario y a lo lejos, otra familia de elefantes avanzaba lentamente para beber. La tarde moría y cuando el sol se inclinó sobre el horizonte, el cielo pareció incendiarse de pronto llenándose de llamaradas.
Amaneció un nuevo día en Serengeti. La luz del sol comenzó a traspasar la lona de la tienda y abrí la cremallera. Casi nadie se había levantado aún. Salí a lavarme la cara y estirar las piernas, pero unas sombras negras me sobresaltaron. Tres grandes búfalos estaban rumiando hierba a pocos metros de la tienda. Procuré no hacer ruido andando sigilosamente, pero al oír el ruido del resto del campamento, que comenzaba a desperezarse y abrir las tiendas, se marcharon poco a poco tan silenciosamente como llegaron. Recogimos el campamento y después partimos hacia el cráter del Ngorongoro, adonde llegaríamos ya de noche. Esa mañana vimos un leopardo que nos enseñó el trasero subido a la rama de un árbol lejano, unos leones medio ocultos por la maleza y las constantes manadas de cebras, ñus y jirafas.
Después llegó la nada. Imposible cuantificar desde la altura del camión cuán grande era el espacio infinito que se abría ante los ojos. Las dos horas de pista polvorienta, hasta llegar a la salida de la reserva, cruzaban una interminable llanura cubierta sólo de hierba bajo un sol ardiente. Sobre nosotros se abría inmenso el cielo libre y luminoso de África. Paramos para almorzar en un merendero junto a un puesto de control, donde se agolpaban multitud de todoterrenos y turistas. Desde allí partía un sendero que subía a la cima de una colina. Aquel día había algo de calima y, en la lejanía, la vista se ahogaba en una polvareda azulada, como si al fondo del horizonte comenzara el vacío. Sobrecogía contemplar abajo la enorme soledad de la sabana. Desde allí arriba, sentía que mis ojos podían alcanzar a ver el mundo entero.
Al poco circulábamos por una pista que se abría paso con esfuerzo en la piel áspera de la sabana. De no ser por los baches y brincos del camión, parecía que voláramos a través de una nube rojiza. Estábamos otra vez en tierras masai. De vez en cuando, aparecía algún que otro poblado humilde en medio de ninguna parte, pequeñas chozas circulares de adobe con tejados cónicos de paja rodeando un cercado para el ganado. Y en medio de aquella tierra seca y hostil, los masai acarreaban el ganado ataviados con sus largos mantos rojos, las orejas de lóbulos con grandes agujeros, los llamativos aros de vivos colores rodeando el cuello y un cuchillo al cinto. Algunos jóvenes apuestos lucían también el pelo recogido en moños o trenzas y teñido con una pasta de rojizo ocre. Poco antes de llegar a nuestro campamento, al borde del cráter del Ngorongoro, paramos en un mirador donde se nos echaron encima unos cuantos muchachos masai, casi unos niños, que insistían en vendernos pulseras, collares y cantimploras de calabaza. Me fijé en que ninguno de ellos portaba cuchillo o lanza, supongo que ya no les hacía falta cazar habiendo turistas a los que vender baratijas. Inevitablemente, el turismo altera los modos de vida tradicionales en todas partes del mundo.
Al poco circulábamos por una pista que se abría paso con esfuerzo en la piel áspera de la sabana. De no ser por los baches y brincos del camión, parecía que voláramos a través de una nube rojiza. Estábamos otra vez en tierras masai. De vez en cuando, aparecía algún que otro poblado humilde en medio de ninguna parte, pequeñas chozas circulares de adobe con tejados cónicos de paja rodeando un cercado para el ganado. Y en medio de aquella tierra seca y hostil, los masai acarreaban el ganado ataviados con sus largos mantos rojos, las orejas de lóbulos con grandes agujeros, los llamativos aros de vivos colores rodeando el cuello y un cuchillo al cinto. Algunos jóvenes apuestos lucían también el pelo recogido en moños o trenzas y teñido con una pasta de rojizo ocre. Poco antes de llegar a nuestro campamento, al borde del cráter del Ngorongoro, paramos en un mirador donde se nos echaron encima unos cuantos muchachos masai, casi unos niños, que insistían en vendernos pulseras, collares y cantimploras de calabaza. Me fijé en que ninguno de ellos portaba cuchillo o lanza, supongo que ya no les hacía falta cazar habiendo turistas a los que vender baratijas. Inevitablemente, el turismo altera los modos de vida tradicionales en todas partes del mundo.
Unos nubarrones que presagiaban lluvia se iban acercado cada vez más hasta ocultar el sol, que aún tenía fuerza para arrebolar las amenazadoras nubes de un rojo intenso. La tarde caía envuelta en una violenta belleza. Nuestros días en Serengeti habían llegado a su fin. Y supe que nunca podría olvidarlos.
«Viajar no es más que un afán de aventura, la infantil resistencia del corazón humano a aceptar la vulgaridad y rutina del mundo.»
(Javier Reverte)
2 comentarios :
Menudo viaje y como siempre tu relato nos transporta a esos sin duda alguna maravillosos lugares. Ahora faltan las fotos.
Un beso a los dos.
Tahsin y Antonia
Pareixeu na Meryl Streep i en Robert Redford.
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