“Ceus míle fáilte” es una popular expresión gaélica que significa “mil veces bienvenidos”. Y así nos sentimos: dos veces bienvenidos a Edimburgo en menos de tres años. La primera vez, Aina estaba dentro de mí. Llegué a la ciudad con pocas expectativas, atraída por unos billetes de avión baratos y cansada por el avanzado estado del embarazo. Sin embargo, al regresar supe que volvería cuanto antes, pues hay pocas ciudades que me hayan seducido de una forma tan arrolladora. La segunda vez, Aina ya es un bichejo de casi dos años que apenas aguanta más de media hora metida en un cochecito, lo que supone ir a un ritmo mucho más lento pero menos tranquilo. Es decir, ni en sueños sentarse en un pub a tomar unas cervezas mientras escuchamos un grupo de folk. Aunque... ¡también es divertido chapotear en los charcos un día de lluvia!
Al día siguiente nos calzamos las botas y nos ajustamos la cara de turista, con un plano de la ciudad cargado en el móvil y esa mirada sonriente de las primeras veces. Tuvimos de nuevo la sensación de chocarnos de frente con el casco antiguo, tan vertical que se ve casi de golpe. La personalidad de esta ciudad radica en sus alturas, con muros, castillos, palacios, callejuelas y tabernas que se alzan de pie con gallardía, todos a un mismo tiempo, unos encima de otros, sobre una colina que va superponiendo bellezas medievales. Callejeamos por la Royal Mille, el corazón de esta ciudad misteriosa y cautivadora, donde se localizan el Ayuntamiento, el Palacio de Justicia y la catedral de Saint Giles. Allí mismo, delante de la fachada, tuvimos que abrirnos paso entre marabuntas de japoneses para ver a un barbudo pelirrojo tocando la gaita y deleitando a los guiris como nosotros. El gaitero iba muy peripuesto y engalanado con su kilt (¡No se os ocurra llamarlo falda!) y tan diferente de otros que habíamos visto a menudo en los pubs, pinta de cerveza en mano y bastante más zaparrastrosos. Así llegamos al castillo, erigido sobre un gigantesco promontorio volcánico, que uno no sabe bien si está en lo alto para verse desde cualquier lugar o si es más bien al contrario, ya que desde allí puede verse la ciudad entera. En cualquier caso es solemne y hermosa como otras ciudades que cuentan la historia anglosajona, intensa y a veces cruel. Sin embargo, el pasado de esta ciudad se observa mejor hacia abajo. Nos apuntamos a una visita guiada hacia el subsuelo, al entramado de casas subterráneas Mary King’s Close en los que la peste hizo estragos y los fantasmas siguen vagando por los rincones. Y es que Edimburgo no es sólo lo que se ve a simple vista. Resulta sorprendente ver que hay edificios enteros sepultados, casas de hasta cinco y seis plantas, los rascacielos de antaño, que formaban la antigua ciudad.
Durante nuestro primer viaje a Edimburgo, en esos tiempos en los que podíamos salir de noche sin preocuparnos de regresar pronto al hotel para que Aina no durmiera demasiado tarde, nos tomamos un par de whiskys escoceses en el Banshee Labyrinth. Es uno de los mejores pubs de música en directo y hasta los muertos lo saben, porque merodean por allí a menudo. Se encuentra en una de las lúgubres criptas de Edimburgo, unas cámaras subterráneas, oscuras y frías, que fueron el hogar de sus ciudadanos más indeseables, cuyos espíritus son ahora inofensivas almas en pena que se limitan a escuchar música y asustar un poquito a los clientes de vez en cuando.
Las lúgubres historias sobre ejecuciones, presuntas brujas y asesinatos sin resolver, que se han ido contando desde la Edad Media hasta transformarse en macabras leyendas, se condensan al anochecer en el cementerio de Greyfriars. La primera vez que visitamos Edimburgo, paseamos entre las decrépitas lápidas cubiertas de musgo y niebla buscando una muy especial: ¡La tumba de Voldemort! Resulta que J. K. Rowling, inspirándose para escribir las novelas de Harry potter, solía pasear por el cementerio y basó algunos de sus personajes en los nombres que aparecen en las lápidas. Entre ellos el de Thomas Riddell, verdadero nombre de Voldemort, y un poeta llamado McGonagall que ha prestado su apellido a la profesora Minerva. ¿Encantador, verdad? Junto al cementerio Greyfriars, tras una barrera pueden verse los torreones de una antigua mansión que actualmente es un prestigioso colegio. Sin duda, la escritora también se detenía a contemplar el colegio tras esa misma barrera, pues los alumnos se dividen en cuatro casas, como los de Hogwarts, cada una caracterizada por un color: verde, blanco, rojo y azul. ¿Os suena de algo, verdad? ¡Slytherin, Hufflepuff, Gryffindor y Ravenclaw!
Siguiendo los pasos de mi aprendiz de mago favorito, regresamos a una de las calles más emblemáticas de Edimburgo, Victoria Street, que para los muggles como yo será siempre el bullicioso callejón Diagon. Es una calle curvada, estructurada en dos niveles. Los edificios del nivel superior son muy antiguos, oscuros y puntiagudos. En el nivel inferior, los edificios son más recientes y las fachadas destacan por su colorido. Paseando por los comercios de Victoria Street no es difícil imaginar porqué inspiró el mágico callejón Diagon. Incluso algunos comercios se dedican a vender artículos de magia y hechicería. ¡Por supuesto que entramos a curiosear!
La lluvia remitió por la tarde y asomó entre las nubes la débil lumbre del sol, pero nosotros ya estábamos en el aeropuerto de regreso a casa. Despegó el avión y, una vez tuve a Aina bajo control con un cuento para pintarrajear, pude reclinarme sobre el respaldo del asiento y echar un vistazo por la ventanilla. Un manto de hojas húmedas tapizaba los senderos por donde se colaba la niebla y el graznido de los cuervos. Al fondo, más allá de los sombríos bosques de robles y abetos, se perfilaban las sombras de las Tierras Altas. El avión subía y a medida que ganaba altura todo era más pequeño y difuso, hasta que las nubes cubrieron el cristal de la ventanilla como una cortina blanca. Cerré los ojos y agucé el oído. Una débil melodía sonaba melancólicamente desde mi interior. Al principio, era un sonido apenas perceptible, pero a cada segundo retumbaba con más fuerza hasta que pude oírlo claramente. Era una gaita sonando en mi corazón.
«Dejad que vuestro espíritu aventurero os empuje a seguir adelante y descubrir el mundo que os rodea con sus rarezas y sus maravillas. Descubrirlo será amarlo.» (Kahlil Gibra)
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