Unas nueve horas después de partir de Agra en tren nocturno llegamos a Varanasi y, desde entonces, nuestra capacidad de asombro no ha vuelto a ser la misma. Llegamos a la estación por la mañana bien prontito y nada más bajar del tren pillamos un ricksaw para ir a la pensión ubicada frente al Ganghes cerca de los principales gaths. A los pocos minutos tuvimos que bajar de nuevo cargando con las mochilas ya que los callejones de la zona de los gaths, paralelos al curso del rio, son tan estrechos que los ricksaws no pueden circular por allí. Si el conductor no nos hubiera acompañado hasta la pensión aún estaríamos buscándola en esa maraña de laberínticas callejuelas. Un par de veces incluso tuvimos que volver tras nuestros pasos, pues es muy habitual quedarse encerrado por alguna vaca sagrada que ocupa todo el ancho del callejón.
Varanasi (Benarés) es la ciudad más sagrada del hinduismo, tan antigua como el mundo. Nació en los albores de la historia y, como el agua del Ganghes que fluye por ella, siempre permanece aunque nunca es la misma. La ciudad se extiende a partir del río Ganghes con una primera línea de más de cinco kilómetros de gaths, los muelles escalonados donde se realizan las abluciones purificadoras del karma. Detrás de los gaths, a lo largo de la media luna que forma el Ganghes a su paso por Varanasi, se abarrotan en dudoso orden templos, pagodas, palacios suntuosos y hoteluchos. Por la orilla deambulan centenares de ancianos y moribundos que acuden desde toda India para esperar la muerte, fieles a la creencia de que morir en esta ciudad sagrada libera el alma del ciclo terrenal de las reencarnaciones.
Ya en la pensión, entramos en la habitación a oscuras en medio de uno de los frecuentes apagones de luz. Abrí el balcón y la habitación se inundó de arrolladora luz matinal, una suave brisa empezó a mecer las cortinas. Afuera, el Ganghes seguía su curso ajeno a los dos turistas que desde el balcón de su habitación contemplaban maravillados el constante fluir de las barcazas, la espesa humareda de las piras funerarias, los sadhus con la mirada perdida en el infinito… Era mediodía, apenas hacía una hora que acababa de llegar a Varanasi y en ese momento supe que nunca olvidaría esos días.
Después de comer apresuradamente, nos acercamos a un barquero de los que se apostaban frente a la pensión a la espera de turistas y le pedimos que nos paseara a lo largo del rio durante un par de horas hasta el gath Manikarnika, donde tienen lugar la mayoría de las cremaciones. Al llegar el barquero atracó allí mismo, ante la luz de las llamas y bajo las columnas de humo que ascendían constantemente hacia el cielo desde las piras funerarias. Ya de lejos la imagen impresionaba. Un sadhu se acercó a nuestra barca ofreciéndonos una explicación de los ritos funerarios a cambio de un donativo y nos pidió, como es lógico, no fotografiarlos por respeto a los difuntos. Mientras tanto, los hindúes se despedían de familiares y amigos sin muestras de dolor, sin escenas desgarradoras, ni lágrimas ni lamentos, únicamente contemplación en serenidad y silencio. El fuego consumía la carne y alumbraba al alma hasta el fin de los eternos ciclos de las reencarnaciones, del morir y resurgir una y otra vez. Cuando el cuerpo ya se había incinerado se apagaban las hogueras y se echaban las cenizas al rio. La muerte es tan sólo un paso más de la vida y la esencia del ser humano más profunda y permanente que los diferentes cuerpos en que habita. Pudimos ver sin dificultad, bajo una ligera capa de humo, unos pies quemándose en la pira separados del resto de un cuerpo completamente incinerado. Esa estremecedora imagen se quedó un buen rato revoloteando en nuestras cabezas. Y sin embargo, nada de eso nos resultó triste o desagradable. Inexplicablemente, Varanasi rezuma vitalidad. Más que la muerte presentimos que se estaba celebrando la vida, es una sensación contradictoria y extraña. Durante estos últimos días, hemos vuelto varias veces a contemplar estas impactantes escenas y una y otra vez nos hemos quedado sin palabras.
De regreso al hotelito, caminábamos tranquilamente a lo largo de la línea de gaths cuando una vaca famélica me embistió. No me hice ningún daño pero fue tan rápido que no me di cuenta hasta que estaba en el suelo comiendo tierra. Unos niños se partían de risa mientras yo intentaba recomponerme y sonreír como si mi dignidad siguiera intacta. Al cabo de un rato, nos topamos con dos hombres intentando atrapar a una serpiente, quizás había escapado de la cesta del encantador. Soltando un gritito y reculando hacia atrás, esta vez fue Javier el que hizo el ridículo. Los dos hombres se reían a carcajadas y un sadhu que estaba junto a ellos nos espetó burlonamente que esa noche la serpiente nos esperaría bajo la cama. Son sólo un par de simpáticas anécdotas que sirvieron para apaciguar las emociones tan intensas que habíamos vivido esa tarde.
Quien haya presenciado un atardecer en Varanasi nunca lo podrá olvidar. Cuando el sol desaparece en el horizonte, los dioses hinduistas nos llaman con abrumadores tañidos de campanas y frenéticos cantos de mantras. Al oír este llamamiento, los sadhus, los ascetas que han renunciado a las ataduras mundanas, surgen de todo los rincones a orillas del Ganghes con el cuerpo cubierto de ceniza. Lanzan al rio como ofrenda flores y velas flotantes, que se juntan y separan formando efímeras constelaciones que navegan río abajo. Nosotros también quisimos agradecerle esos momentos a la madre Ganghes y le compramos a una niñita una vela y guirnaldas de flores para lanzarlas al rio. Las ofrendas llameantes siguieron la corriente hasta que las perdimos de vista, con la esperanza de que al verlas algún pequeño dios hinduista se acordara de nosotros.
Ya casi estábamos llegando a la pensión, cuando pasamos de casualidad por el gath Dashashwamedh, donde diariamente se celebra durante el crepúsculo la Ganga Aarti. Se trata de una ceremonia en la que los sacerdotes forman con los brazos círculos de fuego como ofrendas lanzadas al río. Al vernos entre el público, un brahmán vino enseguida hacia nosotros para untarnos la frente de tilak (pasta de sándalo) y así, convenientemente embadurnados, disfrutamos de esa fascinante ceremonia mezclados entre la gente como un par de hindús más, aunque en realidad éramos dos turistas perplejos, incapaces de descifrar ese extraño ritual milenario. Mientras tanto, una cabra de enorme cornamenta y muy malas pulgas asustaba de vez en cuando a los espectadores, arremetiendo contra ellos haciendo ademán de embestir. Al poco rato se calmó y se tumbó entre el público, aunque continuamente la vigilábamos de reojo, por si acaso. No fuera a ser que por segunda vez ese día termináramos en el suelo embestidos por unos cuernos, ja, ja, ja. Al ritmo de tambores, mantras y campanas, la ceremonia se prolongó a medida que la oscuridad envolvía esta ciudad hecha de fervor y de esperanza.
A las seis de la mañana ya estábamos de nuevo navegando el rio a contracorriente. El sol se abría paso ente la negritud de la noche y, poco a poco, iluminaba los ghats con un intenso resplandor dorado acrecentado por el reflejo del agua. En la bruma del amanecer se difuminaba el trasiego de embarcaciones que cruzaban a la otra orilla. Las barcazas iban cargadas de leña, papayas y algún turista somnoliento. Mientras tanto, en los gaths una multitud entraba y salía del agua constantemente. Los primeros rayos del sol matinal habían convocado a miles de personas a orillas del rio para realizar, como cada día, el ritual purificador de las abluciones. Unos se bañaban, otros se lavaban los saris, había incluso quien aprovechaba para asearse mientras saludaba al alba con las manos alzadas en rezo. Se respiraba un aire antiguo, impregnado de espiritualidad y envuelto por cánticos de mantras y música de cítaras. Nosotros, mientras tanto, estábamos desbordados de sensaciones. Sobre las nueve de la mañana, cuando el sol ya brillaba resplandeciente, toda esa congregación de gente se esfumó. En poco tiempo, las orillas del Ganghes habían vuelto al sosiego habitual, aunque pequeñas partículas de magia seguían flotando suspendidas en el aire. Nos descubrimos a nosotros mismos con una sonrisa de felicidad y emocionados por haber vivido todo aquello.
De repente, empecé a sentirme muy fatigada. La noche anterior, unas cagaleras fulminantes que duraron sólo unas horas acabaron con toda mi energía, tal vez fuera a consecuencia del tratamiento preventivo de la malaria. Tampoco pude dormir bien porque durante toda la noche unos monos pendencieros buscaban pelea en el balcón de nuestra habitación. Salimos de la pensión camino al aeropuerto y no podía ni cargar con la mochila. A duras penas me mantenía en pie en la cola de facturación cuando nos anunciaron que el vuelo a Nepal se había cancelado hasta el día siguiente por niebla. Ni me enfadé ni me alegré, sólo quería sentarme y cerrar los ojos. El aeropuerto daba vueltas alrededor de mi cabeza. Decidimos regresar a la pensión y por suerte aún disponían de nuestra habitación. Entre el ir y venir había transcurrido la mañana entera. Nos sentamos un ratito junto al rio en la terraza y repuse fuerzas con un arroz.
—No spicy, please! Que no me encuentro bien —Le pedí al camarero.
—Oh, no problem madam, no spicy, no spicy, of course!! —respondió solícito.
Por supuesto, no pude tragar ni el primer bocado. Salía fuego de mi boca y las bacterias instaladas en mi estómago saltaban de alegría. Más tarde, empecé a encontrarme mucho mejor, aturdida aún pero con fuerzas para repetir un día más cada instante, cada segundo, de lo vivido los días anteriores.
Por supuesto, no pude tragar ni el primer bocado. Salía fuego de mi boca y las bacterias instaladas en mi estómago saltaban de alegría. Más tarde, empecé a encontrarme mucho mejor, aturdida aún pero con fuerzas para repetir un día más cada instante, cada segundo, de lo vivido los días anteriores.
Varanasi es una reliquia de los primeros días del hombre que tres mil años después sigue latiendo a un ritmo intemporal, aunque su estela de santidad se desvanezca antes que el humo del sándalo y se esconda bajo una capa de polvo y cochambre, haciéndola invisible para el más escéptico. El impacto para los sentidos ha sido abrumador.
«Creemos hacer un viaje, pero el viaje es quien nos hace a nosotros.»
(John Steinbeck)
2 comentarios :
Enhorabuena por vuestro blog. Es una maravilla. La verdad es que la envidia me corroe!!
Disfrutad mucho aunque es obvio que lo est´´ias haciendo a base de bien.
Que bonito todo lo que nos estáis contando, y todo lo que, de algún modo nos estáis haciendo vivir!
Un besito
ARANTXA
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