Primer día de trekking: A las siete de la mañana nos calzamos las botas de montaña y media hora más tarde ya estábamos en camino. Primero nos acercamos en un 4x4 hasta un pueblo a una hora y media de distancia en coche de Kathmandú y desde allí empezamos la caminata de unas siete horas. Durante media jornada anduvimos muy despacio, demasiado suave para lo que estamos acostumbrados, hasta que le pedimos a Mahesh si podíamos aligerar un poco el paso. Es lógico que andáramos tan despacio al principio, ya que los guías se adaptan al cliente y no conocen el estado físico de éste. Mientras tanto por el camino íbamos pasando por aldeas, arroyos, campesinos labrando la tierra, pequeñas estupas de las que colgaban las oraciones budistas de colorines ondeando al viento… Las calles de los pueblecitos estaban inundadas de arroz puesto a secar durante la estación de la cosecha y los niños al vernos pasar se acercaban con curiosidad para saludarnos entre tímidas risas. Poco a poco el verdor y la dulzura del paisaje se adueñaba de nosotros. A medida que íbamos dejando atrás valles fértiles y frondosos, la vegetación se volvía más densa y las suaves colinas daban paso a abruptos riscos y bosques de oscuro espesor. Al mediodía paramos en una encantadora aldea llamada Namobuda para comer un poco de arroz y fruta en una casa particular que atendía a los senderistas. Descansamos un ratito allí mismo, al frescor de la sombra de una estupa, donde conocimos a nuestro nuevo amiguito Kalhu, un cachorro de pelo negro y lustroso, muy simpático y juguetón, que nos acompañó durante buena parte de la jornada hasta que decidió regresar a su casa.
Estábamos llegando a Dulhikel cuando nos topamos a la vera del camino con unos niños que se divertían tirándole piedrecitas a algo que se movía. Nos acercamos para curiosear y… casi nos morimos del susto. ¡Era una cobra enorme! Jamás habíamos visto una serpiente tan grande en vivo y en directo. ¡Y los chiquillos la estaban cabreando a un palmo de distancia! Por otra parte nos quedamos alucinando con el alojamiento en Dulhikel, era un hotelazo en toda regla allí en medio de las montañas. Una habitación enorme con calefacción, televisión, baño privado con secador y bañera, todo incluido en el precio del trekking que pagamos en la agencia de Kathmandú. Cuando bajamos a cenar con Mahesh y Riz no pudimos reprimir la risa con ellos al comentarles que no estábamos acostumbrados a viajar con tantas comodidades. ¡Si somos unos zaparrastrosos!
Mahesh y Riz han sido muy atentos y amables con nosotros, tanto que nos han cuidado como si fuéramos niños pequeños. Empezamos la segunda jornada de trekking y por el camino nos iban contando todo tipo de curiosidades y anécdotas de la vida nepalí, era una gozada escucharles. Son muy divertidos y a medida que nos íbamos conociendo se expresaban con más desparpajo. Nos contaron que ellos dos se conocen desde niños y se criaron lejos de Kathmandú, en una región de altas montañas muy próxima al Himalaya tibetano. Normalmente suelen hacer trekkings de tres semanas o más. De hecho han llegado varias veces hasta el campo base del Everest, así que estos tres días son para ellos tan sólo un paseíto. Mahesh está empeñado en hacerse llamar Carlos, que es el nombre que adopta en sus clases de español. A nosotros nos parece una situación ridícula e intentamos sin éxito explicarle que nos parece un poco extraño cambiar el nombre de una persona en función de la lengua que esté hablando en ese momento, pero él sigue erre que erre. Tanto Mahesh como Riz son chicos muy listos y espabilados, estamos convencidos de que terminarán por aprender el español y cualquier cosa que se propongan. Y además son buenas personas, se les nota. Ojalá tengan suerte y puedan aprovechar las pocas oportunidades que encuentren en un país tan pobre como el suyo.
La segunda jornada de trekking terminó en Nagarkot donde pernoctamos en un refugio de montaña muy acogedor a pesar de que sólo había electricidad durante dos horas diarias. Y por fin llegó uno de los momentos más esperados. Al amanecer veríamos una espectacular vista de todo el Himalaya incluido el Everest, por supuesto. Nada más levantarnos subimos corriendo las escaleras que conducían a la azotea del refugio, donde varios turistas habían tenido la misma idea. Nos limpiamos las legañas, nos frotamos los ojos y los abrimos bien mirando en todas las direcciones. Niebla, niebla, no había más que niebla. ¡Queremos el libro de reclamaciones! Al poco rato se despejó un poco la niebla y nos permitió vislumbrar durante un instante los picos nevados del Himalaya, lo suficiente para hacernos una idea de la inmensidad y altura de los gigantes de la tierra. Hemos disfrutado mucho de estos días de trekking. Para el poco tiempo del que disponíamos han sido muy provechosos pero las cosas como son, si a uno le gusta la montaña le sabrá a poco. Las cumbres del Himalaya son un desafío, a la incredulidad ante cimas tan altas le sigue el reto de conquistarlas, y eso no se consigue en tres días.
Terminamos el trekking a media mañana en Bakhtapur, donde pasamos el resto del día, y no pudimos elegir un final mejor. Bakhtapur es, junto a Patan y la vieja Kathmandú, uno de los tres núcleos urbanos de origen medieval declarados Patrimonio de la Humanidad. Magníficos palacios y templos se suceden uno detrás de otro formando un armónico conjunto de abrumadora belleza, un sueño del que sólo nos despertaba la visión de algún otro turista que de vez en cuando veíamos pasear por allí.
Ayer por la mañana bien prontito, y sin habernos recuperado aún de la subyugante visión de Bakhtapur, visitamos Patan. Como muchas veces pasa en los viajes, la realidad superó lo leído y visto en fotos y reportajes. Nada más entrar en la plaza Durbar de Patan nos quedamos con la boca abierta. Cada templo es una maravilla en sí mismo, pero el conjunto es lo que confiere a Patan esa estremecedora belleza, propia de una morada de dioses. Conviene explicar para evitar confusiones que plaza Durbar significa algo así como plaza mayor, por lo que no sólo Kathmandú sino la mayoría de poblaciones tienen su propia plaza Durbar.
En lo alto de una colina, a poca distancia del centro de Kathmandú, se yergue la estupa de Swayambhunath, llamada popularmente el templo de los monos. Después de una copiosa comida en Patan, decidimos hacer la digestión subiendo su empinada escalera junto a decenas de peregrinos. "Sólo" son trescientos sesenta y cinco escalones, os aseguramos que después de subir allí todas nuestras culpas quedaron expiadas. Según subíamos la escalinata al templo sorteando aromas de incienso, los monos se mezclaban descaradamente con el gentío, saltando de un lado a otro. A pesar de no ser el momento de la oración, muchos devotos se agrupaban en torno a la estupa blanca dando vueltas a su alrededor en el sentido de las agujas del reloj y haciendo girar las ruedas de oración. Un poco más allá quemaban grandes cantidades de incienso y la gran aguja dorada que corona la estupa resplandecía con el sol de la tarde. Las banderitas de oraciones budistas se agitaban alegremente con el viento y sólo la algarabía de los monos rompía el silencio. Nos sentamos en unos escalones para respirar la paz del lugar y en ese momento un mono aprovechó nuestra distracción para hurgar en mi bolsa. ¡Pero qué puñeteros son! El sol ya desaparecía en el horizonte y decidimos marcharnos. Al bajar las escaleras miramos hacia atrás y vimos una vez más los hipnotizantes ojos de Buda pintados en la estupa blanca, mirando hacia los cuatro puntos cardinales, vigilando en todas las direcciones. Por un instante nos pareció ver la mirada de Buda clavada en nosotros. Nos estaba guiñando un ojo.
Esta mañana hemos decidido tomar un taxi para ir a pasar el día en Bodnath, un pueblo a las afueras de Kathmandú que concentra una gran cantidad de refugiados tibetanos huidos de la ocupación china. Bodnath es uno de esos lugares que transmiten paz y serenidad sólo con respirar su aire. Un santuario de estupas blancas y palomas al vuelo donde todos los sentidos se encuentran en armonía. Los peregrinos daban vueltas sin descanso alrededor de una gigantesca estupa esférica y cientos de banderines de colores ondeaban al compás del viento. Volaban así las plegarias budistas hasta sus añoradas montañas tibetanas. Las horas transcurrían apaciblemente mientras observábamos el sereno caminar de los monjes, el jolgorio de los niños que correteaban, las palomas revoloteando sobre la gran aguja dorada. Sin saber muy bien qué hacíamos allí, nos metimos en un monasterio junto a la estupa donde los monjes oraban y meditaban haciendo sonar sus cuencos, totalmente ajenos a nosotros como si fuéramos invisibles. De vez en cuando nos cruzábamos con algún monje que nos sonreía amablemente. Incluso un par de monjes muy jóvenes nos pidieron que les hiciéramos una foto haciendo la señal de la victoria en referencia a la ansiada liberación del Tíbet. Tal vez algún día puedan regresar orgullosos a su amada tierra, árida, gélida y bella como pocas.
Ahora que nos preparamos para abandonar Nepal, tras poco más de una semana aquí, nos vamos con la sensación de no haber visto ni una pequeña parte de todo lo que tiene por ofrecer. Como los banderines de colores que esparcen a los vientos oraciones budistas, también volará hacia Nepal la promesa de volver algún día a este reino de áspera y blanca belleza.
1 comentario :
Javierin te envio unos dodotis por Seur, jejejeje cuidaos mucho que ya falta menos, besitos de todos
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